Hablador.
Su propia elocuencia lo transforma. Sus palabras son como objetos de una
naturaleza aparte que no tienen manera de entrar en la naturaleza ordinaria si
no es a través de él. Ni siquiera puede reprimir el impulso de otorgarse
nombres diferentes, a veces varios en el mismo día, como si fuesen cosas que
pueden tenerse, usarse y desecharse sin apelar a norma alguna fuera de la
utilidad práctica que les supone.
Denominador.
Incluso para él mismo resulta casi siempre imposible explicar la razón por la
cual se llama a sí mismo ahora Joaquín y mañana Rolo y pasado mañana Isidoro y
más tarde Wicho, Serguéi, Teo o Reginaldo. Con toda seguridad no es el sonido
de cada nombre lo que provoca su compulsión, puesto que para él toda música es
un alivio mezquino contra el hecho de que toda palabra muere.
Pero
cantador. Que en noches de gente y ron gusta de ponerse junto al de la guitarra
y entonar las mil y una canciones que conoce y que no afina mal. Y hasta
improvisa si el acompañante es diestro en inusuales secuencias de acordes. Que
en horas de hallarse solo canturrea ocurrencias y muchos lo oyen y lo
consideran eso que uno llama alma buena.
Fingidor,
en fin. Pero ¿qué finge? ¿Y a quién? Aunque cualquiera pudiera darse cuenta
de que estaba fingiendo en un momento o en otro, ¿por qué lo ha hecho? Nadie lo
consideraba diferente luego de cada vez. Nada cambiaba. Y, sobre todo, nadie
cambiaba en la mente de él: todos seguían siendo los mismos. Y seguirán
siéndolo por los siglos de los siglos.
Abominador.
Claro, les encanta que nunca me detenga, que me desvanezca siempre, que sea un
fantasma tras otro, que no me reconozcan cada vez y que no importe, porque lo
único que necesitan es que no me calle.
Ernesto Santana, del libro “La venenosa flor del
arzadú”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario