Más que una vieja
moda que hoy se renueva con furor por la influencia del cine y del video clip,
el auge del fisiculturismo es un síntoma en La Habana. Una especie de
anunciación. Airea excrecencias de los tiempos post-revolucionarios. Si lejos
de querer ser como el Che, nuestros jóvenes de inicios del siglo XXI se
esfuerzan ahora por ser como Terminator,
alias Arnold Schwarzenegger, o por lo menos en lucir como él, no parece que sea
por una toma de partido entre la violencia doctrinaria y feroz del guerrillero
y la gratuita y aberrante de Hollywood. Sus predilecciones, en este campo como
en cualquier otro, no traspasan los límites de la epidermis. Quieren ser
musculosos para ser bellos. Y punto. Ni siquiera les interesa ser fuertes. Incluso,
si pudieran, se inflarían los bíceps sin necesidad de acudir al gimnasio, el
cual exige un sacrificio y una constancia que no va con ellos y que
posiblemente no asuman por otro objetivo ajeno a su belleza.
No es para
ponernos pedantes filosofando en busca de la quinta pata al gato, pero tampoco
cuesta mucho ver lo que nos sitúan delante de los ojos. Ese vitalismo cuasi
nietzscheano que hoy padecen nuestros muchachones sólo tiene una meta: el
espejo. Y revela a las claras su hartazgo existencial, que es defecto de
fábrica. Ni Adonis retadores del jabalí, ni simpatizantes de la lógica del
gallo que les impartimos: a más hinchado el pecho, más broncos y temibles. Les
basta con el gusto que les proporciona sentirse a gusto ornamentándose y gozándose
a sí mismos.
Fruto de todas
las inhibiciones, broza del machismo en su colmo más irracional, que es el
despotismo como política de Estado, la plenitud del músculo que ahora moldean
no abriga la menor respuesta agresiva. Es apenas inflación de su vagancia y de
su recogimiento en lo único que a ellos les importa: ellos. Se partirían de la
risa si algún trasnochado les recordase aquel discurso en el que Fidel Castro
solicitaba espaldas anchas y brazos rudos para defender la revolución. Y es
seguro que no menos gracioso deba resultarles el grito que están poniendo en el
cielo los mayores de la casa ante su nueva afición, que además de abultarlos
como sapos al sol y de cansarlos sin que tiren un chícharo, les abre el
apetito.
En fin, qué
remedio. Es la cosecha: una suerte de cyborg, mitad gente, mitad máquina. La
única oportunidad que tuvimos a mano para perpetuar el apellido. También, lo
quisiéramos o no, ha sido nuestro modo de darle forma humana al legado, es
decir, a las secuelas de la utopía: el globo, la
floritura, lo hueco por dentro y abigarrado por fuera. Un remedo de nuestro
vino, que sigue siendo nuestro y agrio pero ya no es vino, sino chicharrones de
viento: piel, volumen y vacío.
José Hugo Fernández
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