-¿Mostaza,
Rodríguez?
-No. Eso le cambia
el sabor a las croquetas.
Enjuto y maletudo,
el hombre llamado Rodríguez exhibe la traza de quien está de vuelta de todo en
la vida. Una momia exangüe que viste de negro, a tono, se diría, con su
profesión de médico forense especializado en criminalística. El otro es algo
más joven, recio, de mirada torva, con piernas cortas y tórax de tanque: un
rottweiler en guayabera.
-¿Refresco de fresa,
Rodríguez?
-Me da acidez.
Desde hace algún
tiempo comparten funciones en el mismo equipo para la investigación de
homicidios. Y aunque parezca raro, se llevan bien. La enorme contraposición de
sus caracteres actúa en ellos como resorte de equilibrio.
-No sé tú, pero
nunca había visto algo igual.
-Todos los refrescos
producen acidez, unos más, otros menos.
-Me estaba
refiriendo al caso que nos ocupa. Creí que tales esperpentos únicamente podían
ser vistos en las películas de Hollywood, esas de bajo coste.
-Hay de todo en el
mundo.
-No me ayudas,
Rodríguez.
-¿A qué?
-A explicarme la manera en que se las arregló
una anciana con casi ochenta años para estrangular, ella sola, limpiamente, sin
más ayuda que la de un pedazo de soga, a todo un escuadrón de hombres hechos y
derechos.
-¿Un escuadrón?
-Suman 12 hasta hoy,
pero seguimos buscando. En todos aparecen nada más que sus huellas. Y todos
fueron violados de un modo exactamente igual a como violaba a sus víctimas el
energúmeno de su marido.
-Sodomizados después
de muertos.
-¿Lechuga, Rodríguez?
-Pásamela.
-¿Qué diferencia
hay?
-La lechuga no da
acidez.
-Pregunto qué
diferencia hay entre sodomizar y violar.
-Es como que te den
o no a escoger la opción de ponerle picante a tus croquetas.
-¿Picante,
Rodríguez?
Acostumbrado a vivir
entre los muertos, limitándose a extraer beneficio de las consecuencias del
hecho, el hombre llamado Rodríguez demuestra no estar interesado por descifrar
los intríngulis que rodean este caso.
Una anciana
solitaria, enclenque y apacible, cuyo único antecedente más o menos oscuro es
haber estado casada durante cuarenta años con un famoso criminal de guerra que
terminó sus días en el paredón de fusilamiento, acaba de ser identificada por
los investigadores como autora de múltiples asesinatos. Sin embargo, ella jura y
perjura que es inocente.
-No, me abstengo.
-¿No te gusta el
picante, Rodríguez?
-Digo que me
abstengo de las conclusiones ociosas. Probamos la intervención de esa anciana
en los crímenes. Es culpable. Lo demás es lo de menos.
-¿Y no te inquieta
la probabilidad de que haya estado asociada con alguien para matar?
-De eso estoy
seguro.
-¿Quién?
-Yo.
- ¿Tú, qué?
-Estoy seguro de que
tenía un socio.
-¿Pero quién?
-Yo
-Pregunto quién era
el socio.
-Sólo el diablo
podría responderte, ya que no hallamos pistas concluyentes.
-Te conozco. Sé que
estás pensando en alguien. ¿Quién crees que pudo ser?
-Su marido quizá.
-¿Café, Rodríguez?
-Amargo
-Eso sí es verdad que no me lo trago.
-Cuestión de gustos.
Yo lo prefiero sin azúcar.
-Digo que no puedo
tragarme esa tesis irracional de que el marido era su socio para el crimen,
puesto que él está muerto y podrido desde hace años.
-Lléname la taza.
-¿Tú sabes lo que
estás diciendo, Rodríguez?
-Sí, me gusta
amargo.
-Pregunto si sabes
lo que significa aceptar la posibilidad de que un criminal muerto y podrido
desde hace años continúe matando a la gente por ahí.
-Lo sé
-¿Qué sabes?
-Que no me gusta con
azúcar.
-¿Seguro, Rodríguez?
-Seguro es que la
muerte, como la vida, no cesa de retarnos, siempre con nuevas incógnitas.
José Hugo Fernández,
del libro “Hombre recostado a una victrola”.
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