La escuela que produciría el
superhombre, el súper revolucionario. El delirio de Fidel Castro. La Lenin debía convertirse en la fábrica que produciría la nueva especie social, un laboratorio donde cumplir el sueño del Che y Fidel Castro
Por Ernesto
Santana Saldívar
LA HABANA, Cuba -Crear un nuevo tipo de ser humano que sobrepase
las capacidades y características normales de la especie es un viejo proyecto
de religiones, sociedades secretas y grupos políticos, pero algunos grandes
pensadores como José Martí, más que un hombre nuevo, preferían un hombre bueno,
cabal.
La ingeniería social de la Revolución concibió en Cuba la idea
de un superhombre: el Joven Revolucionario, el Hombre Nuevo, y de ahí surgió la
Escuela Vocacional Lenin, inaugurada hace cuarenta años, después de fundir
distintas escuelas vocacionales que existían en La Habana, como la Escuela
Vocacional de Vento.
La Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin (sus siglas formarían
la palabra EVVIL, casi evil: “mal” en inglés) fue una quimera de la época, otra
más, y debía convertirse en la fábrica insignia que produciría los mejores
ejemplares de la nueva especie social, un laboratorio donde el sueño del Che
Guevara y Fidel Castro alcanzaría su cumplimiento.
La Escuela fue inaugurada oficialmente el 31 de enero de 1974,
bajo la coordinación de Celia Sánchez Manduley, entonces secretaria personal de
Fidel Castro. Se encontraban presentes, además de Castro, el patrocinador
soviético Leonid I. Brezniev, el Director General de la escuela, Francisco
Chávez, el Proyectista General, Andrés Garrudo, el Ministro de la Construcción,
Ramiro Valdés, y el Ministro de Educación, José Ramón Fernández.
Ciudad escolar exclusiva
La Lenin
comenzó a construirse en 1972, junto a la carretera de El Globo, cerca de
Calabazar, en el municipio Arroyo Naranjo, y ocupaba un terreno de ochenta
hectáreas —con una amplia franja de jardines, piscinas, y áreas deportivas que
lo separaba de una carretera de circunvalación de 2 kms y medio. Recibió tales
recursos y esfuerzos que fue terminada en menos de dos años, usando el Sistema
Girón, creado en 1970 para satisfacer la necesidad de edificar las Escuelas
Secundarias Básicas en el Campo (ESBEC).
Empezó a funcionar parcialmente en 1973 con alumnos procedentes
de las escuelas vocacionales anteriores y también con algunos escogidos en
escuelas secundarias normales. Al año siguiente funcionaba a plena capacidad,
con casi cinco mil estudiantes y cientos de profesores y trabajadores de muy
diversas ramas —aparte de una filial del Instituto Superior Pedagógico para el
Destacamento Manuel Ascunce, cuyos miembros estudiaban en una sesión y enseñaban
en otra.
Poseía dos cocinas gigantescas, cada una con dos alas de
comedores, un cine-teatro, varios laboratorios, un policlínico-hospital, dos
piscinas olímpicas y una de clavados, numerosas canchas deportivas, fábricas,
talleres y huertos, además de las edificaciones para las clases y los
albergues. Todo con una calidad difícil de encontrar en otras instalaciones
escolares de aquella época.
Se comenzaba a estudiar entonces desde séptimo grado hasta el
decimotercero. Regía una férrea disciplina militar, y por supuesto, los
estudiantes acudían a las aulas en una sesión y se iban a trabajar a los
talleres o a los huertos en la otra. Aunque había un edificio aparte, que
servía de vivienda para algunos profesores y trabajadores, la gran mayoría de
ellos se marchaba diariamente a sus casas, mientras los alumnos permanecían en
la escuela hasta el fin de semana. Los que vivían en provincias se iban a sus
casas solo dos veces al año.
Los colegiales de la Lenin, que recibían supuestamente una
educación gratuita, tenían que trabajar obligatoriamente durante veinte horas
semanales para producir baterías eléctricas, radios, diversos implementos
electrónicos y deportivos, e incluso, confeccionar unidades en serie de aquella
primera computadora cubana, la CID-201B, por entonces “famosa”, y de la que un
buen día nunca volvió a hablarse.
“Homoides” para la sociedad militar
El sueño del Hombre Nuevo era, por supuesto, el sueño de todo tirano:
crear un ejército de androides invencibles, que lo secunden, que no se aparten
de las ideas que su dueño le ha fijado en la mente, que no se afecten por las
circunstancias, y estén programados para repetir las consignas más alucinantes
(“Solo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie” o “Donde sea, cuando
sea, para lo que sea, Comandante en Jefe, ¡ordene!”). Estos androides podían
hablar de Karl Marx con la misma seriedad que Groucho.
Debían ser individuos predecibles, para un mundo predecible. En
una sociedad totalmente controlada, militar, debían ser una especie de
“homoides”, que no sueñen, y sólo obedezcan. No podían ser un zombi, sin
inteligencia ni pasión, sino un robot perfecto, capacitado para la ciencia más
avanzada, y capaz del odio más bestial hacia el enemigo que le han asignado.
Para esos “superdotados”, el máximo premio era ir de visita a la
URSS en las vacaciones, conocer el paraíso socialista, ¡el futuro! Y ganar
luego una beca para estudiar una carrera en alguna universidad de un país
socialista sería el logro mayor de sus vidas. Mientras tanto, veían desfilar a
sátrapas y tiranos de medio mundo, desde Nicolae Ceaucescu hasta Mengistu Haile
Mariam, y les regalaban conciertos Joan Manuel Serrat o Harry Belafonte. Eran
muchos los grandes extranjeros que querían ver el milagroso plantel, ese
invernadero donde Castro —el gran horticultor— cultivaba sus más queridos
retoños.
Eran los mejores años del matrimonio soviético-cubano, y Castro
estaba más seguro que nunca de que “el futuro pertenece por entero al
socialismo”. Naturalmente, había que crear una sociedad sin derechos ni
ciudadanos.
El sueño termina en farsa
Pero la “época dorada” de la Lenin duró poco. Pronto comenzaron
a ocurrir desgracias: alguna que otra muerte violenta, sobre todo por suicidio,
grandes combates entre albergues, o pandillas de un grado contra otro; robos y
desfalcos sonados, descalabros de directores, un deterioro material
generalizado, una relajación de la disciplina que en ocasiones rayaba en el
caos, una decadencia de la calidad pedagógica. Pero, en primer lugar, una
interminable ola de escándalos homosexuales.
Aunque parecía algo fantástico, se hizo costumbre que cada pocas
semanas fuera descubierta, en “flagrante delito”, alguna pareja de varones, a
veces escondida, a veces en una misma cama en medio del albergue. Lo mismo eran
de colegiales que de profesores o trabajadores, o de estudiantes y profesores.
Lo mismo de día que de noche. Incluso hubo algunas violaciones masculinas de
asombrosa brutalidad. A algunos los atrapaban en la misma escuela, y a otros fuera
de ella.
Parecía que una maldición había caído sobre el instituto de los
elegidos, que habían vertido alguna droga extraña en el depósito de agua, que
una epidemia de locura medieval se había apoderado de aquellos predios. Y
medieval era ciertamente la caza de brujas que acompañó aquella fiebre. Comenzó
una persecución de homosexuales tal, que en ocasiones no se requería de ningún
hecho para culpar a alguien y hacerlo digno de una expulsión deshonrosa.
Probablemente, ésta fue la gota que colmó la copa de paciencia
del Gran Macho, autor de aquel sueño que de pronto se convertía en pesadilla
obscena. De nada había servido la severa disciplina militar. En fin, el
Comandante en Jefe, que antes gustaba de visitar casi semanalmente su semillero
neo-rrevolucionario, dejó de poner sus relucientes botas en tan manchado
seminario.
Para colmo, después de 1977, no era raro que aparecieran
escritos, en paredes de aulas o de baños, letreros que daban vivas a Jimmy
Carter.
La Lenin siempre, para mal y para bien
Esa fue la Escuela Vocacional Lenin que conocí personalmente.
Duró diez años, porque en 1984 se convirtió en el Instituto Preuniversitario
Vocacional de Ciencias Exactas (IPVCE) ‘Vladimir I. Lenin’. Lo visité una vez a
finales de los años 90, y lo encontré irreconocible, lleno de cercas, lúgubre.
Luego comenzaron a llamarlo “la escuela de los millonarios”. He
oído y he leído que en los pasillos, las aulas y los albergues hay una
constante ostentación, que los alumnos usan costosos maletines para guardar sus
pertenencias, que llaman a casa desde sus móviles, y calzan zapatos carísimos.
Presumen del auto de sus padres, de cómo visten, de los lugares adonde van y de
quién tiene mejor casa y en mejor barrio.
En el fondo, creo que los alumnos de los últimos treinta años
han sido, en general, como los de antes. Algunos muy brillantes, pero también
otros irremediablemente idiotas, que tienen padres o padrinos que pueden tener
lo que quieran, igual que antaño. Cualquier semejanza con los “niños índigo”
—para algunos, seres evolucionados de la Nueva Era— es sólo por el color del
uniforme, que sigue siendo el mismo: pantalón, saya y corbata de añil, y azul
claro la blusa o camisa. ¡Ah!, y el distintivo rojo y redondo en la manga
izquierda.
Claro que no hubo una producción en serie de “homoides”.
No era tan fácil, y Fidel Castro no pudo producir ni una simple variedad
de cafeto. Es cierto que de la Lenin salieron funcionarios y agentes del
gobierno cubano, como Reinaldo Taladrid, Fernando Rojas, Antonio Guerrero,
Caridad Diego y otros de índole parecida, pero la inmensa mayoría de los
egresados anda por ahí, aquende o allende los mares. Gente normal, que vive su
vida sin hacer imposible la de los demás. Unos con amargos recuerdos de
aquellos años, otros acordándose con humor de Francisco Chávez y Reina Mestre,
de Eduardo Pérez y de Guerrero Guerrero, y olvidando lo desagradable. Pero no
se olvidan los buenos amigos, ni los primeros amores, ni la maravilla de la
adolescencia.
A ellos no los deformó aquel sueño megalómano fracasado, porque
en fin, aquella escuela no fue lo peor que vivieron en su vida, en la pesadilla
del país.
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