Nos pasábamos horas
enteras llorando. Como me fascinaba verla sollozar, ella derramaba
interminables lágrimas. Al rato, yo siempre me animaba y lloraba también.
Mil veces nos sorprendió la luz del día
mientras gemíamos sin consuelo, ovillados en el huevo de un abrazo, empapados
en un solo llanto, temblando de debilidad, secos por dentro e incapaces de
detenernos.
En el fondo nos quemaba la gran duda de la
noche siguiente. ¿Sería aquella la última jornada de nuestra dicha? ¿Podríamos
llorar la próxima noche aunque sólo fuera durante unos minutos?
En aquel momento, los rayos del sol entraban
por la ventana como agujas ardientes que intentaran incendiar la casa y hacer
que saliéramos y nos entregáramos a quién sabe qué enemigo.
Y la próxima lágrima parecía un anhelo
imposible.
Ernesto Santana,
del libro “Cuando cruces los blancos archipiélagos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario