No se puede ir a la
guerra sin Dios. Así creo haberlo leído hace poco en un libro. La frase es
bonita, pero si te pones a darle la vuelta, la encuentras insulsa, ya que
supuestamente Dios no va a la guerra, a ninguna. De modo que lo único que quiso
decir el que escribió la frase es que no se puede ir a la guerra, y punto. O al
menos no se debe. Otra cosa, que suena parecida pero no es igual, sería decir
que no es aconsejable ir a la guerra sin tener un dios al cual encomendarle el
espíritu, ya que no el esqueleto. No es que yo sepa demasiado sobre estos
temas, pero tengo la cabeza más o menos bien puesta sobre los hombros. Además,
en mis treinta y cinco años de existencia lidiando con energúmenos y con
déspotas y con impíos de todos los credos, pude haber aprendido que a fin de
cuenta siempre viene bien tener a mano algo o alguien que nos inspire aunque
sea una mínima dosis de fe. Quizá sea en esa carencia donde anidó la culebra
del infortunio que hoy pare engendros en las entrañas de José Manuel, mi esposo,
y en las de sus socios de calamidad (correligionarios según él), esos pobres
tarados, veteranos de las guerras en África. Balas gastadas, que es como me
gusta a mí llamarles.
Ahora está otra vez
ahí, en el rincón, escribiéndole cartas a su hijo muerto. Siempre se las ha
escrito, noche tras noche, desde que salió de la cárcel, pero últimamente lo
hace de una forma compulsiva, con frecuencia durante toda la madrugada,
babeándose encima del papel, por la borrachera y la debilidad, y garabateando
boberías sin ton ni son, pero en plan de agobio. No dudo que le esté contando
que hoy estuvo a punto de incurrir en otra de sus barbaridades. Poco, muy
poquito faltó para que hiciera picadillo con Nilo Guajacón, o con lo que resta
de él, que si te pones a calcular es bastante menos de la mitad. No por gusto
le dicen Guajacón: ojos saltones y un rabo largo. Es todo, Nilo de punta a
punta. Y a Dios gracias que los médicos lograron mantenerlo vivo luego de aquel
tropiezo con una mina allá en casa del carajo, donde el diablo dio las tres
voces, por Catengue o Benguela o Huambo, qué sé yo, en el quinto infierno de la
guerra angolana. Lo que yo sí quisiera saber es cómo se las arregla Nilo
Guajacón para meter tanto ron y tanta metralla alcohólica dentro del reducido
espacio que le queda en la anatomía.
Doy por hecho que
eso es lo que ha estado contándole esta noche al hijo muerto. Porque tan
desconsolada manera de llorar sólo puede tener una causa: la pérdida de su
pececito peleador preferido. Y no es que sea la única causa posible. Pero es la
última. José Manuel, mi esposo, llora por cualquier nadería, digámoslo así.
Antes no ocurría –o es lo que me cuentan-, pero a raíz del tornado que viene
azotándolo desde hace ya como unos veinte años… No obstante, lo prefiero llorando.
Generalmente se me ponen los pelos de punta cuando lo veo eufórico. De la misma
manera que se me parte el corazón cuando le da por echarse días y semanas ahí
tirado, en la cama, sin ánimos ni para rascarse. O cuando entra en crisis por
culpa de esas pesadillas que no le permiten pegar los ojos a lo largo de más de
diez minutos seguidos. O cuando le da por creerse que lo están persiguiendo,
que lo vigilan y que le han tendido no sé cuántas emboscadas.
Son los motivos por
los cuales se me ocurrió conseguirle un par de pececitos peleadores. A ver si
con la distracción se le quitaban esos barrenillos. Pero me temo que haya sido
una mala ocurrencia. Pues le ha cogido el gusto. Quiero decir que se envició
con las peleas. Y de qué manera. En cuerpo y sombra. Y no sólo él, lo cual
viene agravando la situación. Ahora resulta que toda la morralla de los balas
gastadas se dedica en pleno a criar pececitos peleadores y a cruzarlos
genéticamente con el afán, enfermizo diría yo, de lograr ejemplares cada vez
más aptos para destrozar a sus rivales y cada vez en combates más breves. Desde
el amanecer hasta las altas horas se la pasan dando la lata con las peleas de
pececitos. En fin, peor el remedio que la enfermedad. Y peor que peor es cuando
la bronca trasciende los límites de las peceras y se riega como pólvora por
todo el pasillo de la cuartería, con la trompada y el machetazo y el bayonetazo
tanto entre ellos mismos como para quien no la comió ni la bebió. Cuito
Cuanavale en servicio a domicilio.
Por eso insisto en
que me suena un tanto insulsa la frasecita aquella de que no se puede ir a la
guerra sin Dios. Bonita sí es. Pero si lo que importa verdaderamente es el
elemento sustancia, como si dijéramos el hueso en la sopa, tal vez sería
preferible concluir que una vez que fuiste a la guerra, sin Dios o con él, ya
no hay lugar para el regreso. Pues, por lo que veo, y de acuerdo con mi modo de
apreciar lo que veo, de la guerra no se vuelve, nunca más, ni volviendo.
José Hugo
Fernández, “Balas gastadas”.
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