—Mañana es la feria —le dijo Manuel y Jo lo
miró con un gesto de cansancio, pues ya lo sabía—. ¿Te acuerdas de cuando la
hacían los domingos? Tú eres joven y ha pasado mucho tiempo —añadió en un
balbuceo y apretó el paso, acomodándose los horribles espejuelos que le
resbalaban sobre la nariz al menor movimiento.
Jo Quirós caminaba detenido por dentro para
sostener el peso de la piedra helada que antes fue su corazón, pero ansioso por
fuera para poder avanzar entre la cegadora luz y el aire plomizo de la tarde.
Era un prófugo atraído precisamente por aquello de lo que huía. No entendía
aún, y ya casi le repugnaba la persistencia de Manuel Meneses a su lado.
El ocaso había sido súbitamente asaltado por
un viento sur que trajo veloces nubarrones y una lluvia fría que arrasó los
últimos vestigios de la tarde. Sólo los más ancianos habrían podido recordar un
viento sur así.
—Adiós feria —gruñe Manuel mientras oscurece
entre golpes de aire negro—. ¿No tienes frío?
Pocas noches atrás la luna era para Zo, desde
su ventana, un sereno zepelín perseguido por el globo del sol, que abrasaba
entonces la ciudad lo mismo que en agosto.
Y ahora, en esta noche, a lo largo de la
caravana de portales que ellos recorren exhaustos de tanto vagar, las columnas
engendran un vértigo de sombras que los enmudece. Con las manos en los
bolsillos, Manuel procura sólo no perder el paso, pues al lado de Jo le arde
menos el aire. Puede rozarle el hombro y aun hundirse en su aliento por un
segundo, aunque este melancólico Jo no es el mismo de antes y pasa las horas
sin reírse ni una sola vez. Manuel recuerda lo que canturreaba una noche el
enano Arnuru en la azotea de la ciudadela Urbach, borracho, aferrado al umbral
de la torre de Juan como un Jesús grotesco:
Eran dos hermanos
raros:
Zo, la loca de la
casa,
y Jo, el loco del barrio.
Por fin se detienen en una parada de ómnibus,
sin abandonar el portal pese a que el vendaval se ensaña allí casi tanto como
en la acera.
También Zo le habló a su hermano, hace más o
menos una semana, de la feria de este domingo, y eso le extrañó a Jo Quirós
porque en aquel sitio precisamente se alzaba la carpa cuando Ja los llevó a la
función de aquella aterradora noche de circo.
Para rascarse el párpado, Manuel Meneses mete
un dedo a través del aro vacío de sus espejuelos, con un solo vidrio partido en
forma de estrella que puede deshacerse en cualquier momento y acaso herirle el
ojo. Creyéndola una reliquia de guerra, un pote diabólico donde aún retumban
los disparos de los fusiles rusos, mira con desagrado cómo Jo se acomoda en la
cabeza su gorra de soldado para que no se la arranque el aire.
La brusca llegada del viento sur hace que Jo
no esté seguro de la hora, a pesar de su preciso sentido del tiempo. ¿Serán las
nueve? En una noche ordinaria, habría decenas de personas aguardando en la
parada, pero ahora los escasos transeúntes rezagados esperan con visible
impaciencia entre las columnas y las sombras. Parece una pesadilla, se dice Jo.
Y quisiera despertarse ya.
Ernesto Santana,
fragmento de la novela “Ave y nada”.
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