EL VAGON AMARILLO

lunes, 10 de agosto de 2015

Fragmento de la novela “Balas gastadas”




No se puede ir a la guerra sin Dios. Así creo haberlo leído hace poco en un libro. La frase es bonita, pero si te pones a darle la vuelta, la encuentras insulsa, ya que supuestamente Dios no va a la guerra, a ninguna. De modo que lo único que quiso decir el que escribió la frase es que no se puede ir a la guerra, y punto. O al menos no se debe. Otra cosa, que suena parecida pero no es igual, sería decir que no es aconsejable ir a la guerra sin tener un dios al cual encomendarle el espíritu, ya que no el esqueleto. No es que yo sepa demasiado sobre estos temas, pero tengo la cabeza más o menos bien puesta sobre los hombros. Además, en mis treinta y cinco años de existencia lidiando con energúmenos y con déspotas y con impíos de todos los credos, pude haber aprendido que a fin de cuenta siempre viene bien tener a mano algo o alguien que nos inspire aunque sea una mínima dosis de fe. Quizá sea en esa carencia donde anidó la culebra del infortunio que hoy pare engendros en las entrañas de José Manuel, mi esposo, y en las de sus socios de calamidad (correligionarios según él), esos pobres tarados, veteranos de las guerras en África. Balas gastadas, que es como me gusta a mí llamarles.     

Ahora está otra vez ahí, en el rincón, escribiéndole cartas a su hijo muerto. Siempre se las ha escrito, noche tras noche, desde que salió de la cárcel, pero últimamente lo hace de una forma compulsiva, con frecuencia durante toda la madrugada, babeándose encima del papel, por la borrachera y la debilidad, y garabateando boberías sin ton ni son, pero en plan de agobio. No dudo que le esté contando que hoy estuvo a punto de incurrir en otra de sus barbaridades. Poco, muy poquito faltó para que hiciera picadillo con Nilo Guajacón, o con lo que resta de él, que si te pones a calcular es bastante menos de la mitad. No por gusto le dicen Guajacón: ojos saltones y un rabo largo. Es todo, Nilo de punta a punta. Y a Dios gracias que los médicos lograron mantenerlo vivo luego de aquel tropiezo con una mina allá en casa del carajo, donde el diablo dio las tres voces, por Catengue o Benguela o Huambo, qué sé yo, en el quinto infierno de la guerra angolana. Lo que yo sí quisiera saber es cómo se las arregla Nilo Guajacón para meter tanto ron y tanta metralla alcohólica dentro del reducido espacio que le queda en la anatomía.  
Doy por hecho que eso es lo que ha estado contándole esta noche al hijo muerto. Porque tan desconsolada manera de llorar sólo puede tener una causa: la pérdida de su pececito peleador preferido. Y no es que sea la única causa posible. Pero es la última. José Manuel, mi esposo, llora por cualquier nadería, digámoslo así. Antes no ocurría –o es lo que me cuentan-, pero a raíz del tornado que viene azotándolo desde hace ya como unos veinte años… No obstante, lo prefiero llorando. Generalmente se me ponen los pelos de punta cuando lo veo eufórico. De la misma manera que se me parte el corazón cuando le da por echarse días y semanas ahí tirado, en la cama, sin ánimos ni para rascarse. O cuando entra en crisis por culpa de esas pesadillas que no le permiten pegar los ojos a lo largo de más de diez minutos seguidos. O cuando le da por creerse que lo están persiguiendo, que lo vigilan y que le han tendido no sé cuántas emboscadas.
Son los motivos por los cuales se me ocurrió conseguirle un par de pececitos peleadores. A ver si con la distracción se le quitaban esos barrenillos. Pero me temo que haya sido una mala ocurrencia. Pues le ha cogido el gusto. Quiero decir que se envició con las peleas. Y de qué manera. En cuerpo y sombra. Y no sólo él, lo cual viene agravando la situación. Ahora resulta que toda la morralla de los balas gastadas se dedica en pleno a criar pececitos peleadores y a cruzarlos genéticamente con el afán, enfermizo diría yo, de lograr ejemplares cada vez más aptos para destrozar a sus rivales y cada vez en combates más breves. Desde el amanecer hasta las altas horas se la pasan dando la lata con las peleas de pececitos. En fin, peor el remedio que la enfermedad. Y peor que peor es cuando la bronca trasciende los límites de las peceras y se riega como pólvora por todo el pasillo de la cuartería, con la trompada y el machetazo y el bayonetazo tanto entre ellos mismos como para quien no la comió ni la bebió. Cuito Cuanavale en servicio a domicilio.
Por eso insisto en que me suena un tanto insulsa la frasecita aquella de que no se puede ir a la guerra sin Dios. Bonita sí es. Pero si lo que importa verdaderamente es el elemento sustancia, como si dijéramos el hueso en la sopa, tal vez sería preferible concluir que una vez que fuiste a la guerra, sin Dios o con él, ya no hay lugar para el regreso. Pues, por lo que veo, y de acuerdo con mi modo de apreciar lo que veo, de la guerra no se vuelve, nunca más, ni volviendo. 

José Hugo Fernández,  “Balas gastadas”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario