Hada no conoce el
amor porque conoce demasiado a los hombres. Y porque está marcada. Desde muy
atrás y muy adentro, aunque siempre a ojos vista, como un lunar, tira de un
signo de exclusión que es herencia de casta. Mientras que todas las demás
sueñan con el mágico toque de singularidad, ella lucha a brazo partido por ser
una muchacha corriente. Y de nada le vale. Nadie puede saltar fuera de su
propia sombra. Tal vez por eso Hada no consigue librarse de aquello que la
desemeja. Pero tampoco se rinde.
Al cumplir 16 años
de edad supo que su vida amorosa sería ímproba y sufrida. Igual que su madre y
que su abuela y que la madre de la madre de su abuela, Hada había nacido con
cierta insuficiencia congénita que los ginecólogos definen como estrechez del
introito vaginal, pero que las viejas deslenguadas de la familia prefieren
llamar chocha tupida.
Hada se hizo
médico. Confiada en que existe una cura para cada mal, quiso aceitar con sólido
conocimiento de causa las herramientas de su felicidad. Y fue esperanza vertida
en saco roto, puesto que los seis años que pasó hincando los codos en la
universidad no le reportarían mayor beneficio que aquel que se obtiene con una
simple visita a la consulta de ginecobstetricia. Y es que todo está dicho sobre
la estrechez del introito vaginal. En muy pocas palabras: falta de capacidad
que imposibilita de por vida a una mujer para recibir sin un dolor extremo la
bendición del sexo opuesto.
Claro que las
viejas deslenguadas de la familia no se muestran de acuerdo con el empleo de
términos tan vagos para resumir un caso tan triste. En principio porque según
dicen, se trata del fruto de una maldición, que ellas describen como el mal que
impide al vehículo entrar por la boca del túnel, sea camión, automóvil o
motocicleta, y que convierte el amor en un infierno, donde estamos obligadas a
arder perpetuamente pero sin derecho al punto de ebullición.
Por su parte, Hada
rechaza la hipótesis del maleficio que presuntamente cayera sobre su familia
hace doscientos años por echar al mundo sólo hembras boconas, cerebrales y
porfiadas. Tampoco las tiene todas con la ciencia médica. Se resiste a aceptar
que el único remedio pueda llegarle mediante una intervención quirúrgica que
resulta de muy difícil acceso para ella y que además no la tienta, por la misma
razón que jamás toleró el preservativo o el consolador, calificados por las
viejas como artificios fríos que sólo sirven para hacer cosquillas.
Así, pues, Hada
resuelve deshacer a su modo los entuertos de la naturaleza. Y empezará por
lanzarse a probar hombres como quien entresaca tornillos, buscando uno entre un
millón para una tuerca sui géneris. Tarea sudorosa y al final inútil. Hada
constata que en lo relativo a las dimensiones del miembro viril masculino
tampoco existen reglas fijas. Ni la estatura del sujeto guarda siempre
proporción con el tamaño del objeto, ni los dedos de las manos son como esas
ramas que adelantan la robustez del tronco, ni es verdad que los intelectuales
alinean siempre por debajo de la media. Tampoco los descendientes de chinos son
tan exiguos como suele afirmarse, ni los adolescentes tan tiernos, ni tan
serias las teorías que vinculan la magnitud del fenómeno con el color de la
piel o la forma de la nariz.
Desengañada y
ahíta, Hada intenta probar con las mujeres. Otro proyecto fallido. Porque no
puede concentrarse. Ni una vez. No se lo explica, pero todo cuanto hacen ellas
para excitarla le parece muy cómico. Y se desternilla de la risa.
Sin embargo, Hada
sabe que vivir es ser excitado. Así que no se da por vencida. Ni repara en las
fórmulas o en los medios. Ya que esta dolencia la inhabilita para sentir amor,
ya que encierra bajo siete llaves los instintos cósmicos que duermen dentro de
su ser, por lo menos que no la prive del derecho al consuelo. Aunque eso sí, en
lo adelante no admitirá ser penetrada por algo que no armonice con su justa
medida. Adiós martirio. Cierra las arcas y declara estricta restricción para lo
que no sea blando, húmedo y amoldable. Poco ha de importarle que sus colegas de
la clínica le cuelguen el mote de Mesa Redonda, por el hecho de que todos van a
ella para usar la lengua y nada más, sabiendo de antemano que no conseguirán no
ya convencer, sino entretener siquiera a su destinataria. Hada precisa de un
sitio entre los vivos. Y ha hincado espuelas para su conquista, sin
encomendarse a Dios ni al Diablo.
Y así andará cuando
oiga hablar por vez primera de Sai Baba. Le cuentan que este fabuloso
taumaturgo hindú elimina los padecimientos más cerreros con apenas rozar con su
túnica el cuerpo del enfermo. Le cuentan que posee manos providenciales y que
con ellas crea, a partir del vacío, de la nada, una especie de gofio que
devuelve la vida al moribundo, la alegría a los tristes y el sosiego a los
desesperados. Le cuentan vida y obra del único mortal que es capaz de leer los
pensamientos de sus iguales y hasta de transformarlos sin pronunciar una
palabra, sólo con el reflujo de su mente milagrera. Le cuentan, cuentan,
cuentan... y Hada escucha con la boca hecha almíbar, mientras se le desparrama
el horizonte.
Ya se ve acariciada
por la mirífica palma de Sathya Sai Baba. Se ve otra, que no debe ser otra más
que ella misma, pero remudada, libre al fin y dueña de ella misma. Hada busca y
rebusca en el temblor de sus aguas subterráneas, hasta que se descubre,
intacta, blanda, como nalguita de recién nacido.
Sin embargo, la
India queda lejos. Y doblemente lejos desde Cuba, esta isla remota, piensa
Hada, que es más isla y más remota cuanto más isla.
Su disyuntiva
apunta hacia el exilio. Hada llena una planilla para probar suerte en la rueda
de la fortuna, el proverbial Bombo. Es 1998. Tres años después, recibirá la
noticia que con mayor ansia espera su generación desde hace tres generaciones.
Acaba de ser favorecida por ese sorteo que realiza la Oficina de Intereses de
los Estados Unidos en La Habana para ofrecer visado a potenciales emigrantes
legales, sólo unas pocas hormigas entre el hormiguero.
Nubes negras se
posan sobre la cabeza de Hada. Ella sabe que el gobierno de su país impide a
toda costa que los médicos proyecten salidas de interés personal hacia el
extranjero. Y que no los autoriza a emigrar sino cinco años después de que
hayan solicitado el permiso. Es demasiado.
Hada cavila. Ahora
dispone de tiempo para hacerlo. Una vez que anunció su propósito de irse a
vivir al Norte, el Ministerio de Salud Pública la ha declarado no confiable. De
modo que ya no puede seguir relacionándose con sus pacientes habituales. Sólo
le permiten cubrir guardias médicas de urgencia, veinticuatro horas
ininterrumpidas cosiendo puñaladas y aplacando infartos en el policlínico de
Punta Brava, un pueblo ubicado a cuarenta kilómetros de su casa. Pero al menos
dedica el largo viaje al teje y maneje de elucubraciones. Y a capturar los
últimos rumores que ruedan por las calles.
De esta forma se
entera de que los jóvenes del pueblo y de otras localidades vecinas, igualmente
cercanas a la costa, están logrando escapar en lanchas rápidas que envían los
familiares desde la Florida. Hada infla otra vez sus burbujitas. Le han dicho
que a bordo de tales embarcaciones uno empieza a untarle mantequilla al pan en
la Isla y termina de comerlo en Miami. Es justo lo que necesita para ir
arrimándose al milagro hindú antes de que sea demasiado tarde. Lo malo es que
la travesía cuesta ocho mil dólares por cada pasajero. Y ella no tiene ni un
centavo, ni parientes en la otra orilla. Hada cavila.
Ninguna de sus
amistades puede prestarle dinero porque no lo posee. Las viejas de la familia
están peladas. No hay propiedades, ni prendas, ni herencias, ni guanaja echada
de los que pueda extraer tanta plata. En su órbita no giran contactos ni
alternativas que le faciliten iniciar algún tipo de negocio salvador.
Hada cavila.
Su nueva enfermera
le ha contado lo bien que le va rifando cosas, desde un pollo vivo hasta el
reloj despertador, con lo cual refuerza la maltrecha economía doméstica. Esta
variante no sólo arroja utilidades que multiplican el precio real de lo rifado,
sino que, según Digna, la enfermera, también deja abierta una rendija para que
el premio se quede en manos de la dueña y entonces la ganancia sale doble.
Hada cavila.
Claro que ni
reuniendo todas sus pertenencias, incluida la ropa que lleva puesta, Hada
conseguiría organizar una rifa que le reporte por lo menos un tercio de la suma
que necesita. Es que ni metiéndose ella misma dentro de la tómbola.
Aunque... bueno...
eso de meterse ella misma... Va y no es tan disparatado. El que quiere ser
gancho a tiempo se joroba. Es lo que siempre le advierten las viejas de la
familia. Además, la peor gestión es la que no se emprende. Sí, quién lo
quita... tal vez... nadie sabe... Cavilando, cavilando, cavilando, Hada cavila.
Y al comentar sus
cavilaciones con Digna, ésta no sólo le concede respaldo en el acto, sino que
presta su embullo y su cascabelero ingenio para servir como organizadora,
anfitriona, garante y responsable de publicidad en la rifa. En Punta Brava,
deduce, hay unos cinco mil hombres dentro de las edades de máxima demanda
sexual. Si sólo cuatrocientos compran boletos, a razón de veinte dólares cada
número, será suficiente para redondear los ocho mil.
Hada considera que
deben vender los boletos a menor precio. No serán muchos los que cuenten con
dólares disponibles para un antojo de este género. Para Digna, en cambio, unos
dólares más o menos no determinan la cantidad de aspirantes. El que puede,
puede –sentencia-, y el que no, ve poder. Según ella, la posibilidad de
convertirse en cliente especial, mimado y consentido de la bella doctora de
veintisiete años, es una auténtica ganga en ese precio, y por toda una noche,
algo que no se da frecuentemente. Las amazonas de la Quinta Avenida no cobran
menos de 40 o 50 dólares por un rato. Y no son más lindas, ni poseen mayores
encantos. Algunas son quizá más jóvenes, pero están mucho más usadas y
marchitas.
Sin embargo, Hada
no se confía. Presiente que por nada del mundo puede dejar pasar esta
oportunidad. El momento ha llegado. Se lo sopla una voz desde sus más profundas
entretelas. Y es ahora o nunca. Por eso dispone que el precio sea de diez
dólares por cada boleto para la rifa. Incluso, previéndolo todo, admite que
entre los aspirantes al premio participen también las mujeres.
A Digna le
chisporrotean las pupilas. Abre la boca como un caimán en ayuno. Pero termina
tragándose sus reparos. El entusiasmo la trae desbordada y los pies la empujan
por delante del cuerpo, hacia la calle, a la gestión.
Así que
transcurrido un mes, hay ya más de novecientos números vendidos. Todo está
listo entonces para organizar la rifa. Y cae la noche de la premiación.
Hada ha quedado a
solas en la casa de su enfermera. Está nerviosa. A cada minuto, despegando
apenas los labios, lanza al piso mínimas porciones de saliva. Una mala maña.
Escupir es defecto de hombres, según las viejas de la familia. Pero no puede
aguantarse. Lo hace siempre que se siente insegura. A las doce en punto vendrá
el ganador. Es lo acordado. Se come las uñas. Escupe. Da paseítos. Mira fijo al
techo, ruega que no sea muy bruto, ni muy gordo, ni muy hablador, ni muy
maromero, ni muy desesperado, mucho menos uno de esos guajiros cimarrones que
se gastan un majá santamaría entre las piernas. Ríe de su propia ocurrencia,
con gelatina en las arterias. Escupe. Camina. Músculos palpitantes, huesos
rígidos. Se detiene frente al librero. Toma un libro. Lo abre al azar. Lee:
"Aquellas cosas que antes de sabidas le parecían las más terribles de oír,
las menos fáciles de creer, una vez que eran ya sabidas se incorporaban por
siempre a sus tristezas, las admitía y no podía imaginarse que no hubieran
existido antes". Aparta la cara del libro. Escupe. Le traquetean las
mandíbulas. Trata de calmarse pensando que todo transcurrirá según el orden
lógico de lo natural. Individuo por individuo, la diferencia no pasa de unos
pocos centímetros más o menos, o unas pocas letras en el nombre. Escupe. Asume
como justo que el mayor sufrimiento recaiga en el órgano que va a recibir los
mayores beneficios. Pero no aparece el sosiego. Está yerta, los labios
amoratados. Como si muriera. ¿O renaciera? Escupe. Pasa otra vez la vista sobre
la página abierta: "Los desaires le habían dado tiesura, como esos árboles
que nacidos en mala posición al borde de un precipicio no tienen más remedio
que crecer hacia atrás para guardar el equilibrio". Sonríe. Más bien intenta
sonreír pero le sale una mueca roñosa. Equilibrio, qué cabrona palabra,
balbucea. Se deshace del libro de un tirón. Escupe. Y entonces tocan a la
puerta.
No es un ganador,
sino una ganadora. Al menos eso piensa Hada ante el primer tiro de ojo.
Mujer madura, fina,
hermosa como a su pesar, con aura de monja. Hada le calcula unos cincuenta
años, mientras la invita a sentarse y cree ver que por debajo de su turbación
fluyen corrientes apacibles, claras. Sin dar un paso, la mujer presenta mil
disculpas y explica, atropelladamente, que aunque su número resultó favorecido
en la rifa, no viene a cobrar el premio de cuerpo presente, sino a rogarle que
se lo entregue a su hijo. Confiesa que compró cincuenta boletos ella sola. Mis
ahorros de muy largo tiempo, dice. Y dice más: el hijo, de veintiocho años,
está condenado. Lo estigmatizó su padre. Y con la menos disimulable de las
marcas. El problema es aquí, señala con pudor el sitio de los genitales.
Demasiado breve. Una minucia. Poco más que nada. Como en las estatuas de los
angelitos. Igual que cualquier otro, sólo que en miniatura. Es de nacimiento.
Herencia. Funcionarle sí le funciona, pero... figúrese usted. Y está sufriendo
mucho. No hay novia que le dure más de una semana. Las prostitutas le sueltan
la carcajada en la cara. Ñato, suelen llamarle, y pirulí. Lleva ya tres
intentos de suicidio. Nada lo entusiasma. Nada lo tienta ni lo excita. Nada lo
distrae. No halla consuelo en nada.
La mujer detiene su
carga por un instante. Busca un gesto, una leve expresión, un monosílabo.
Entrechoca los dedos, los hace sonar, inquieta. Pero ve que Hada está en Babia.
No le queda más que concluir lo empezado: Ignoro sus motivos –añade- y no me
importan, sé que es una buena persona, me dediqué a estudiarla durante casi un
mes, en su consulta del policlínico. Puedo notar diferencias entre las mujeres
que se dedican a vender su cuerpo y las que son capaces hasta de venderlo. Sólo
ruego que le dé una oportunidad a mi hijo. Usted es médico. Conocerá el modo de
hacerlo sentir un hombre. Por única vez. Al menos una. Sólo quince o veinte
minutos. No tiene que ser toda la noche si no quiere. No le pido más. La
dejaremos descansar.
Con el último
punto, la esbelta silueta femenina se deslíe en la calle sin luces. Va en busca
de su hijo. Hada queda lela, tiesa en medio de la sala. No entiende, no se lo
explica, no cree que todo esto suceda verdaderamente. Pasa el tiempo.
¿Segundos? ¿Horas? Hada levanta las manos a la altura del rostro, detalla cada
surco y cada vena. Escupe. Mira al suelo. Descubre que la saliva ha caído sobre
el libro abierto. Lo recoge. Mientras se dispone a frotar la página con una
esquina de su falda, lee: "Hemos llamado a todas las puertas que no llevan
a ninguna parte, y la única practicable y que hemos buscado en vano durante
cien años, se abre ante nosotros al tropezar casualmente con ella". Esta
vez sonríe sin haberlo intentado. ¿Se burla? Nada es casual, carajo, replica. Y
cuando va a escupir, lo ve parado en el resquicio.
José Hugo
Fernández, del libro de relatos “La isla de los mirlos negros”.
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