Concurrieron dos
casualidades. La primera es que pocos días antes había leído El Cocodrilo, un
cuento que se le antoja muy raro dentro de la obra de Dostoievski. La segunda
casualidad, no menos rara para él, es que el cocodrilo del cuento llevara su
nombre, o un nombre igual al suyo. Carlos piensa en estas cosas en el preciso
minuto en que el investigador policial está conminándolo a que hable de una
vez, a que diga todo lo que sabe, ya que de cualquier modo no tiene
escapatoria, como no sea a través de una amplia y minuciosa confesión que
permita reconstruir los hechos y recuperar lo perdido.
Carlos, no él, sino
el cocodrilo llamado Carlos, se tragó a un hombre de una sentada. Se supone que
lo hizo porque tenía hambre, no porque le interesara ser noticia. El pobre
bicho no contaba con la ligereza de los seres humanos. Mucho menos con las
travesuras del azar. De cualquier forma, ya está visto que hambre y apuro
suelen ir de la mano. Y el apuro no es un buen consiliario. Para empezar,
obstruye la facultad de selección, imponiendo echarle garra a lo primero que
asome. Y ese pudo ser el desencadenante de lo que parecía una desgracia para
Carlos, ambos, el cocodrilo y también él. Al menos es lo que le está cruzando
por la mente ahora, a la vez que escucha (como un claveteo en el sótano, monocorde,
vago), los requerimientos del oficial investigativo que corre a cargo del
proceso.
Carlos no puede
decir todo lo que sabe. Ni el cocodrilo hubiese podido devolver al hombre,
aunque se conservaba íntegro y con vida dentro de su estómago. En principio, porque
el hombre se negó a ser vomitado, no le convenía. Después porque la vida de
Carlos, el cocodrilo, empezó a subordinarse a la vida del hombre, sujeta
incluso al posible éxito de su campaña de promoción comercial como hombre vivo
instalado en el interior de un cocodrilo. Entonces Carlos, él, tampoco puede
desembuchar todo lo que tiene adentro. Su única y remota posibilidad de
salvación depende de que lo mantenga a buen resguardo.
Muchas preguntas
atrás (no le es dable medir de otra manera el paso del tiempo dentro de esta
celda para interrogatorios), la esposa de Carlos lo despertó en plena madrugada
bajo crisis de pánico. La casa había sido rodeada por la policía –le dijo-,
venían a buscarlo, ya estaban tocando a la puerta y la derrumbarían si no iba a
abrirles. No obstante, a él le alcanzó el tino para sostener un breve
intercambio telefónico con Iván, su amigo y jefe en el trabajo. Y es así como
pudo enterarse del motivo por el que no debe decir lo que sabe.
Antes de
comunicarse con Iván, Carlos creyó que la policía estaba en un error. O que su
esposa y él eran cebo de una pesadilla compartida. Le parecía irreal, inaudito,
peliculero aquel despliegue de comandos armados para detenerlo a él, que nunca
había buscado acceso a otros pertrechos más que al de la navajita de afeitar o
al cuchillo de cortar la pizza. Ni falta que le hizo, porque es un tipo
pacífico. Además, muy tranquilo. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa.
Sobre todo en los dos últimos años, desde que consiguió empleo como maletero en
la Terminal número 3 del Aeropuerto Internacional José Martí. En otras épocas,
cuando le obsesionaba la idea inviable de alimentar a la familia haciendo valer
su título de historiador del arte, Carlos era menos serio, o más desequilibrado
tal vez. Vivía con un pie en la intemperie y el otro en el limbo. Pero con el
cambio de ocupación halló sosiego. Tal como se lo había anunciado Iván, el
amigo y jefe inmediato, este nuevo empleo le reporta, ante todo, seguridad
económica, lo que es decir paz en el matrimonio. Y por si fuera poco, le
permite disponer de horas libres para el ejercicio de su profesión titular como
un pasatiempo.
Ahora el oficial a
cargo de las investigaciones ha interrumpido su parloteo. Carlos no se percata
hasta que lo ve dar la espalda y caminar. Ve que parece resuelto a marcharse.
Diría que está harto de que él lo escuche o finja escucharlo con la boca
abierta pero sin articular palabra. Quizás va a dejarlo por incorregible. Un
alivio, de momento al menos. Lo que no tiene claro es qué podría sucederle
cuando al fin concluyan que no abrirá su boca más que para tragar lo que le
caiga, como el otro Carlos. El oficial está parado junto a la puerta. Diría que
no se resigna a salir. Voltea el cuerpo. Le habla con acento entre pomposo y descompuesto.
Si da un paso más y lo deja allí –es lo que está advirtiéndole-, significa que
Carlos, él, perdió su última oportunidad.
A Carlos, el
cocodrilo, también le dieron una última oportunidad. Aunque después resultó que
esta oportunidad no era la última. Sólo intentaban hacérselo creer. Alguien
quiso comprar a Carlos, el cocodrilo, por un precio verdaderamente jugoso.
Tanto que su dueño se columpió en la tentación de venderlo. Pero
afortunadamente lo pensó mejor. Si bien le estaban proponiendo una transacción
fácil, sólida y hasta quizás celebrada por las luminarias del negocio, su gran
ganancia, ciertamente la oportunidad de su vida (mejor que la última por ser
única), sería quedarse con el cocodrilo. No por el cocodrilo en sí, sino por la
inestimable carga de sus tripas. En cuanto a Carlos, el cocodrilo, y aun en
cuanto al hombre que tenía adentro, aquella oportunidad no podría ser la
última, pues de hecho no era una oportunidad. La venta solamente iba a servir
para que le abrieran la barriga al cocodrilo con el objetivo de sacar al
hombre. Pero una vez privados de su espectacular consubstancialidad, el hombre,
por muy vivo que se conservara, terminaría siendo otro hombre vivo, uno entre
tantos, al tiempo que el cocodrilo empezaría a ser, por la lógica de los
hombres vivos, un cocodrilo muerto.
Carlos, él, se
había entretenido pensando en estas cosas. Por eso no vio entrar al hombre. O
lo vio sin mirarlo, sin prestarle atención. Y ahora cae en la cuenta de que no
es el mismo que ha estado interrogándolo. Parece un oficial de mayor
graduación. Él no conoce los grados militares pero le basta observarlo de
reojo. La jerarquía le salta por encima de la ropa. El hombre no se presenta.
Sencillamente se paró frente a Carlos, lo escrutó muy despacioso desde la cabeza
a los pies, y le dijo: Iván nos ha informado que eres un buen trabajador pero
dice que él no mete las manos en el fuego por ti ni por nadie. Carlos descubre
la concurrencia de otras dos casualidades. La primera es que el hombre que fue
tragado por el cocodrilo lleva el mismo nombre o un nombre igual al de su amigo
Iván. Le extraña no haberse fijado antes en este detalle. Y le inquieta un
tanto haberse fijado justamente a partir de la segunda casualidad, que es el
parecido tan curioso que ha creído advertir entre la cara de este hombre, el
que está parado frente a él, y la de Dostoievski. Más que notar, siente que la
mirada que ahora lo examina -tal vez intentando impresionarlo- es idéntica a la
que ha visto en todas las fotos del escritor ruso. Ojos engurruñados, de
verraco en celo, con pupilas como puntas de clavos, taladrantes y grises. El
hombre no tiene barba pero su bigote es ralo y se le chorrea, como al de las
fotos, sobre el rictus de una boca leve, desdibujada. También es calvo, o casi.
También su escasa cabellera recuerda la pelusa del maíz seco. Y también sus
orejas son infladas igual que chicharrones de viento, con sendos huecos peludos
en el medio. Debe tener unos cincuenta años. Puede que algo más. O puede que
menos, pero representa más. A Carlos se le ocurre pensar que el rostro del
hombre refleja un perenne desacuerdo consigo mismo, como el de Dostoievski,
según las fotos. Y es en lo que pensaba cuando el hombre pregunta si le ha
visto monos en la cara. Sin duda Carlos estuvo sonriendo imprudentemente
mientras se distraía con las peculiaridades de su semblante.
Por suerte, no
necesita dar explicaciones. El hombre no ha ido allí para interesarse por las
socarronas sonrisas de Carlos. Su plan es otro. Dice que aunque los informes
del trabajo le son más o menos favorables, a ellos les consta que Carlos es un
ratero de poca monta. Saben que a lo largo de los dos últimos años ha estado
robando objetos de relativo valor en los equipajes de los pasajeros. Saben que
cada vez que aterriza un avión procedente de Europa, a Carlos le bastan unos
pocos minutos para multiplicar muchas veces, hurgando en las maletas, el
salario que le pagan por su trabajo de todo un mes. Lo sabemos y tenemos
pruebas, pero no nos importa demasiado –le está diciendo ahora el hombre que se
parece a Dostoievski-. Lo que resulta lamentable –añade-, y eso sí nos importa,
debido a sus delicadas consecuencias, es que por falta de conocimientos, o
quizá por equivocación, hayas sobrepasado tus límites como ladrón de pacotilla.
El hombre dice
estar seguro de que fue Carlos quien extrajo la computadora portátil de la
maleta de un investigador de la Interpol que viajó desde Londres con la misión
de completar en La Habana pesquisas sobre las operaciones de ciertos carteles
de la droga con sede en Colombia y México. Le dice que con esta chapucería, que
ahora se agrava con su actitud terca e indolente, está a punto de provocar un
conflicto internacional de proporciones impredecibles. Dice que si ha decidido
hablarle claro, aun violando las normas que lo desaconsejan, es porque confía
en que Carlos, por muy alimaña que sea, conserva un mínimo de responsabilidad y
de orgullo patrio, así que estará dispuesto a cooperar en prevención de lo que
sea mejor para todos, pero muy especialmente por la felicidad propia y la de su
familia.
Esta vez Carlos
pone cuidado para que la sonrisa no le llegue a los labios. Piensa que la
felicidad, como casi todo, es fruto del azar, y también puede ser a veces
recompensa para los temerarios. Mira sin impertinencia al hombre. Reconoce que
si no fuera por el surco de dubitación que las separa, las cejas finas y
torneadas de Dostoievski le otorgarían un aspecto menos diabólico. El hombre lo
está mirando. Carlos aguanta el embate mientras le pregunta en tono frío, pero
duro y translúcido como el cuarzo: ¿Cuánto me toca?
José Hugo
Fernández, del libro de relatos “Yo que fui tranvía del deseo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario