EL VAGON AMARILLO

lunes, 17 de agosto de 2015

DOSTOIEVSKI CONTRA LA INTERPOL



Concurrieron dos casualidades. La primera es que pocos días antes había leído El Cocodrilo, un cuento que se le antoja muy raro dentro de la obra de Dostoievski. La segunda casualidad, no menos rara para él, es que el cocodrilo del cuento llevara su nombre, o un nombre igual al suyo. Carlos piensa en estas cosas en el preciso minuto en que el investigador policial está conminándolo a que hable de una vez, a que diga todo lo que sabe, ya que de cualquier modo no tiene escapatoria, como no sea a través de una amplia y minuciosa confesión que permita reconstruir los hechos y recuperar lo perdido.
Carlos, no él, sino el cocodrilo llamado Carlos, se tragó a un hombre de una sentada. Se supone que lo hizo porque tenía hambre, no porque le interesara ser noticia. El pobre bicho no contaba con la ligereza de los seres humanos. Mucho menos con las travesuras del azar. De cualquier forma, ya está visto que hambre y apuro suelen ir de la mano. Y el apuro no es un buen consiliario. Para empezar, obstruye la facultad de selección, imponiendo echarle garra a lo primero que asome. Y ese pudo ser el desencadenante de lo que parecía una desgracia para Carlos, ambos, el cocodrilo y también él. Al menos es lo que le está cruzando por la mente ahora, a la vez que escucha (como un claveteo en el sótano, monocorde, vago), los requerimientos del oficial investigativo que corre a cargo del proceso.

Carlos no puede decir todo lo que sabe. Ni el cocodrilo hubiese podido devolver al hombre, aunque se conservaba íntegro y con vida dentro de su estómago. En principio, porque el hombre se negó a ser vomitado, no le convenía. Después porque la vida de Carlos, el cocodrilo, empezó a subordinarse a la vida del hombre, sujeta incluso al posible éxito de su campaña de promoción comercial como hombre vivo instalado en el interior de un cocodrilo. Entonces Carlos, él, tampoco puede desembuchar todo lo que tiene adentro. Su única y remota posibilidad de salvación depende de que lo mantenga a buen resguardo. 
Muchas preguntas atrás (no le es dable medir de otra manera el paso del tiempo dentro de esta celda para interrogatorios), la esposa de Carlos lo despertó en plena madrugada bajo crisis de pánico. La casa había sido rodeada por la policía –le dijo-, venían a buscarlo, ya estaban tocando a la puerta y la derrumbarían si no iba a abrirles. No obstante, a él le alcanzó el tino para sostener un breve intercambio telefónico con Iván, su amigo y jefe en el trabajo. Y es así como pudo enterarse del motivo por el que no debe decir lo que sabe.
Antes de comunicarse con Iván, Carlos creyó que la policía estaba en un error. O que su esposa y él eran cebo de una pesadilla compartida. Le parecía irreal, inaudito, peliculero aquel despliegue de comandos armados para detenerlo a él, que nunca había buscado acceso a otros pertrechos más que al de la navajita de afeitar o al cuchillo de cortar la pizza. Ni falta que le hizo, porque es un tipo pacífico. Además, muy tranquilo. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Sobre todo en los dos últimos años, desde que consiguió empleo como maletero en la Terminal número 3 del Aeropuerto Internacional José Martí. En otras épocas, cuando le obsesionaba la idea inviable de alimentar a la familia haciendo valer su título de historiador del arte, Carlos era menos serio, o más desequilibrado tal vez. Vivía con un pie en la intemperie y el otro en el limbo. Pero con el cambio de ocupación halló sosiego. Tal como se lo había anunciado Iván, el amigo y jefe inmediato, este nuevo empleo le reporta, ante todo, seguridad económica, lo que es decir paz en el matrimonio. Y por si fuera poco, le permite disponer de horas libres para el ejercicio de su profesión titular como un pasatiempo. 
Ahora el oficial a cargo de las investigaciones ha interrumpido su parloteo. Carlos no se percata hasta que lo ve dar la espalda y caminar. Ve que parece resuelto a marcharse. Diría que está harto de que él lo escuche o finja escucharlo con la boca abierta pero sin articular palabra. Quizás va a dejarlo por incorregible. Un alivio, de momento al menos. Lo que no tiene claro es qué podría sucederle cuando al fin concluyan que no abrirá su boca más que para tragar lo que le caiga, como el otro Carlos. El oficial está parado junto a la puerta. Diría que no se resigna a salir. Voltea el cuerpo. Le habla con acento entre pomposo y descompuesto. Si da un paso más y lo deja allí –es lo que está advirtiéndole-, significa que Carlos, él, perdió su última oportunidad.
A Carlos, el cocodrilo, también le dieron una última oportunidad. Aunque después resultó que esta oportunidad no era la última. Sólo intentaban hacérselo creer. Alguien quiso comprar a Carlos, el cocodrilo, por un precio verdaderamente jugoso. Tanto que su dueño se columpió en la tentación de venderlo. Pero afortunadamente lo pensó mejor. Si bien le estaban proponiendo una transacción fácil, sólida y hasta quizás celebrada por las luminarias del negocio, su gran ganancia, ciertamente la oportunidad de su vida (mejor que la última por ser única), sería quedarse con el cocodrilo. No por el cocodrilo en sí, sino por la inestimable carga de sus tripas. En cuanto a Carlos, el cocodrilo, y aun en cuanto al hombre que tenía adentro, aquella oportunidad no podría ser la última, pues de hecho no era una oportunidad. La venta solamente iba a servir para que le abrieran la barriga al cocodrilo con el objetivo de sacar al hombre. Pero una vez privados de su espectacular consubstancialidad, el hombre, por muy vivo que se conservara, terminaría siendo otro hombre vivo, uno entre tantos, al tiempo que el cocodrilo empezaría a ser, por la lógica de los hombres vivos, un cocodrilo muerto.
Carlos, él, se había entretenido pensando en estas cosas. Por eso no vio entrar al hombre. O lo vio sin mirarlo, sin prestarle atención. Y ahora cae en la cuenta de que no es el mismo que ha estado interrogándolo. Parece un oficial de mayor graduación. Él no conoce los grados militares pero le basta observarlo de reojo. La jerarquía le salta por encima de la ropa. El hombre no se presenta. Sencillamente se paró frente a Carlos, lo escrutó muy despacioso desde la cabeza a los pies, y le dijo: Iván nos ha informado que eres un buen trabajador pero dice que él no mete las manos en el fuego por ti ni por nadie. Carlos descubre la concurrencia de otras dos casualidades. La primera es que el hombre que fue tragado por el cocodrilo lleva el mismo nombre o un nombre igual al de su amigo Iván. Le extraña no haberse fijado antes en este detalle. Y le inquieta un tanto haberse fijado justamente a partir de la segunda casualidad, que es el parecido tan curioso que ha creído advertir entre la cara de este hombre, el que está parado frente a él, y la de Dostoievski. Más que notar, siente que la mirada que ahora lo examina -tal vez intentando impresionarlo- es idéntica a la que ha visto en todas las fotos del escritor ruso. Ojos engurruñados, de verraco en celo, con pupilas como puntas de clavos, taladrantes y grises. El hombre no tiene barba pero su bigote es ralo y se le chorrea, como al de las fotos, sobre el rictus de una boca leve, desdibujada. También es calvo, o casi. También su escasa cabellera recuerda la pelusa del maíz seco. Y también sus orejas son infladas igual que chicharrones de viento, con sendos huecos peludos en el medio. Debe tener unos cincuenta años. Puede que algo más. O puede que menos, pero representa más. A Carlos se le ocurre pensar que el rostro del hombre refleja un perenne desacuerdo consigo mismo, como el de Dostoievski, según las fotos. Y es en lo que pensaba cuando el hombre pregunta si le ha visto monos en la cara. Sin duda Carlos estuvo sonriendo imprudentemente mientras se distraía con las peculiaridades de su semblante.
Por suerte, no necesita dar explicaciones. El hombre no ha ido allí para interesarse por las socarronas sonrisas de Carlos. Su plan es otro. Dice que aunque los informes del trabajo le son más o menos favorables, a ellos les consta que Carlos es un ratero de poca monta. Saben que a lo largo de los dos últimos años ha estado robando objetos de relativo valor en los equipajes de los pasajeros. Saben que cada vez que aterriza un avión procedente de Europa, a Carlos le bastan unos pocos minutos para multiplicar muchas veces, hurgando en las maletas, el salario que le pagan por su trabajo de todo un mes. Lo sabemos y tenemos pruebas, pero no nos importa demasiado –le está diciendo ahora el hombre que se parece a Dostoievski-. Lo que resulta lamentable –añade-, y eso sí nos importa, debido a sus delicadas consecuencias, es que por falta de conocimientos, o quizá por equivocación, hayas sobrepasado tus límites como ladrón de pacotilla.
El hombre dice estar seguro de que fue Carlos quien extrajo la computadora portátil de la maleta de un investigador de la Interpol que viajó desde Londres con la misión de completar en La Habana pesquisas sobre las operaciones de ciertos carteles de la droga con sede en Colombia y México. Le dice que con esta chapucería, que ahora se agrava con su actitud terca e indolente, está a punto de provocar un conflicto internacional de proporciones impredecibles. Dice que si ha decidido hablarle claro, aun violando las normas que lo desaconsejan, es porque confía en que Carlos, por muy alimaña que sea, conserva un mínimo de responsabilidad y de orgullo patrio, así que estará dispuesto a cooperar en prevención de lo que sea mejor para todos, pero muy especialmente por la felicidad propia y la de su familia.
Esta vez Carlos pone cuidado para que la sonrisa no le llegue a los labios. Piensa que la felicidad, como casi todo, es fruto del azar, y también puede ser a veces recompensa para los temerarios. Mira sin impertinencia al hombre. Reconoce que si no fuera por el surco de dubitación que las separa, las cejas finas y torneadas de Dostoievski le otorgarían un aspecto menos diabólico. El hombre lo está mirando. Carlos aguanta el embate mientras le pregunta en tono frío, pero duro y translúcido como el cuarzo: ¿Cuánto me toca?
José Hugo Fernández, del libro de relatos “Yo que fui tranvía del deseo”.

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