EL VAGON AMARILLO

lunes, 22 de septiembre de 2014

Cap. 10




  Duda, luego piensa. Y piensa, con Descartes, que al menos una vez en la vida hay que dudar de todo. No en balde su signo ha sido moverse siempre como el péndulo, buscando equilibrio entre los extremos. Piensa, luego duda, no una vez en la vida sino todas las veces, menos una, esta vez, la de hoy en la noche. Elena está segura de que la encerrona que le preparó al asesino de Cristina no habría podido revertir en una encerrona contra ella si detrás no estuviese operando la mano del poder político en la Isla. Todavía más, y hasta peor, infiere que también tuvo que mover cuerdas la mano fratricida de su controlador. Lo único que no consigue explicarse es el motivo por el cual le han permitido llegar a estas alturas con el pellejo indemne.
La noche anterior, luego de fracasado el plan, había resuelto atraer al asesino hasta una calle oscura muy cercana a su casa, en el Vedado. Era la ocasión para liquidar débitos sin más miramientos, la primera, la única, la última quizás, de modo que desaprovecharla hubiese representado para ella punto menos que un suicidio gratuito. Poco debió importarle que en justicia el medio y el lugar no fuesen los recomendables. Le quedaban cercanos y tal vez no dispondría de otros.
Entonces hizo que el asesino la siguiera, parqueó al final de una calle despoblada y sin salida, lo aguardó sin bajar del coche con las dos manos yertas apretando su browning de 9 milímetros, lo vio detenerse a muy pocos metros por detrás, siguió sin pestañar sus movimientos de félido: el descenso de la motocicleta, la parada de astucia, el olisqueo... Después, observándolo mediante la mirilla, vio cómo se le aproximaba casi sin pisar el suelo. Fue justo cuando aquellos otros dos sujetos traspasaron de pronto las sombras para interponerse. Uno detuvo al asesino pidiendo que le ayudara a encender un cigarro, al tiempo que el otro se paraba muy cerca sin desviar el perfil, fijo en dirección hacia su coche. Fracciones de minutos más tarde no quedó nadie más que ella a lo largo de toda la calle. Se los zampó la noche, a los tres, de un bocado. En tanto, Elena, sola una vez más y enfurecida, mascaba sin poder digerir su doble fracaso.
Ahora duda, pero no de sus dudas sino de las dudas de aquellos que provocan sus dudas.
Hubieran podido matarla y no lo hicieron. Aunque no por falta de ganas, le consta, ni siquiera quizá porque no tengan decidido hacerlo. Hubieran podido dejar que eliminara al asesino de Cristina. Al fin no se trataba más que de una simple operación de sanidad pública. ¿Qué importancia puede guardar para ellos –se pregunta, no ha dejado de preguntárselo desde el principio- la vida de ese sabandija sin otra filiación, presume, que la de sus garras malhechoras? Hubieran podido incluso propiciar que ambos murieran, acribillándose uno al otro. De hecho, era una previsión marcada con señales rojas en su derrotero. Todas las alternativas, todos los procedimientos para acabar con ella han estado al alcance de sus adversarios desde el primer momento. ¿Por qué insisten entonces en aplazar lo inexorable? ¿Por qué la dejan otra vez en las mismas? ¿Qué traman, qué esperan, qué persiguen? Al tiempo que se reafirma en la convicción de que esta comedia no da para más, no aguanta nuevos estirones, Elena se esfuerza (¿será que lo desea oscuramente, lo necesita?) por vislumbrar la existencia de algún otro complot en el que aparezca envuelta. Con ella, a sus expensas, a su pesar, en su contra. Qué importan los términos. El asunto es que no está convencida del fundamento de sus dudas sobre los recientes sucesos. O más bien de sus dudas acerca de las dudas de los otros. En el orden moral podría encajarles pero en el orden siempre pragmático y oportunista de las acciones de sus perseguidores, no concuerda un tipo de comportamiento como el que le muestra lo ocurrido, mera mímica del ritual con que el gato se gasta largas horas retozando con la lagartija, mientras la desmonta, pieza a pieza, para ir comiéndosela viva, con placer no inferior al que experimenta en el juego.
Qué pasará conmigo... se pregunta la Burke, acompañada por el piano de Meme Solís, mientras Elena sucumbe entre sus dudas sobre las dudas de los otros. Para nada le inquieta lo que pueda sucederle. Sólo le gustaría acabar de una vez. Si al fin su única salida está precisamente en la total ausencia de salidas, no halla la menor aplicación para el hecho de conocer lo que pueda sucederle mañana o dentro de unos segundos. Más beneficioso tal vez fuera conocer dónde y cómo podría encontrarse a solas con el asesino de Cristina, o al menos dónde y cómo lograría localizar a la muda para que la conduzca hasta él. 
La buscó. Fue lo primero que hizo al levantarse. Anduvo y desanduvo el Malecón, los parques, los paseos, los comercios, las calles más concurridas por visitantes extranjeros en La Habana Vieja y el Vedado. Husmeó por las cercanías de los hoteles. Indagó en los bares. Durante más de la mitad del día mantuvo la vigilancia sobre todos los cotos. Preguntó por ella. Trató de presionar. Echó por delante una vez más la pasta de sus ahorros. Pero inútilmente. La muda no aparece ni con la invocación de los centros espirituales. Elena dedujo que estaría asustada por no haber podido (o porque no le permitieron) asistir a la cita de la noche anterior. Y si así fuera, resultarán inoperantes todos sus esfuerzos para dar con ella en las próximas semanas.
Exhausta y sin orientación, había terminado por dejarse caer sobre el plástico ardiente de la silla de una cafetería en el bulevar de San Rafael. Y allí estuvo sancochándose en su caldo, hasta que acudió a rescatarla aquel vendedor furtivo a quien le comprara el disco donde escucha ahora, por primera vez en su vida, curiosas canciones en voz de la Burke acompañada al piano por Meme Solís. Gracias al vendedor, un mulato viejo, muy viejo, que la espabiló a tirones de cordialidad, llamándole “mi sobrina” y dándole la lata, mucho más por el placer de hablar que por vender su mercancía –piensa Elena-, supo que todas las grabaciones del disco constituyen homenaje de recordación a un programa de radio muy famoso (“A solas contigo”), cuya animación compartieron en los años sesenta la Burke y Solís, quien además es autor de algunas de las piezas del disco. En realidad, este disco no la entusiasma particularmente, lo que no impide que lo haya hecho rodar cuatro veces consecutivas durante la noche. En cualquier caso, le entusiasma haberlo adquirido, diría que es la única satisfacción que ha experimentado últimamente. Y aún más que por el beneficio de escuchar a la Burke interpretando temas que fueron éxitos del cancionero internacional en su adolescencia, por el menudo gusto que sintió al saborear durante un rato la charla del vendedor furtivo que lo puso en sus manos.
Elena sonríe melancólicamente al evocar la reacción de aquel mulato viejo, muy viejo, ante la ingenuidad (fingida en parte) con que le preguntara si es verdad que en los lejanos sesentas del siglo veinte la Burke gozaba ya de tanta trascendencia como artista. Por favor, mi sobrina –respondió el viejo-, pero qué preguntas se le ocurren. Lo de la Señora Sentimiento viene desde mucho antes. De la década de los cuarenta, cuando cantaba acompañada al piano por Dámaso Pérez Prado; o cuando rumbeaba con Las Mulatas de Fuego, haciendo que a los mexicanos se les cayera la baba no más que de admirar su sandunga; o cuando molía zafra grande con el cuarteto de Facundo Rivero; o cuando puso a comer en sus palmas a los neoyorquinos, con el cuarteto de Orlando de la Rosa, entonando aquella delicia: Nuestras vidas, líneas paralelas que jamás se juntan... Rememora también Elena la gracia con que modulaba el viejo muy viejo, para volver a pasar sin transición del canto al cuento: Sepa usted, mi sobrina, que en los cincuenta la Burke ocupaba el mismo camerino de Judy Garland en el teatro Palace, de Broadway. Eso por no hablarle de los tiempos de oro del Cuarteto D´Aida, con Moraima, Omara, Haydeé y la Burke: Ya no te acuerdas de mí, ya no me quieres... (canturreaba otra vez el viejo, canturreaba y contaba), que entonces hacía su agosto en el cabaret Sans Soucis, donde se codeó con Edith Piaff y con Johnny Mattis y con Sara Vaughan. Y también en Tropicana, donde unió su voz a la de Nat King Cole: Solamente una vez amé en la vida... (cantaba, contaba el mulato con toda su emoción sin dientes). La Burke era única, mi sobrina, baronesa del feeling, majestad absoluta de la canción romántica: Hasta mañana vida mía, qué tristeza tenerte que dejar... Y en cuanto a los sesenta, claro que trascendía. Más que trascender, arrasó. Y de qué manera, mi sobrina, diciendo las canciones, consiguiendo que uno pudiera ver, tocar todo lo que decía, que nos relamiéramos virados al revés con cada vuelco de sus vísceras. Y luego aquella gestualidad tan envolvente, aquel temperamento entrañable, abrasador, pero no a la manera descocotada de La Lupe, sino que abrasaba con las titilaciones del espíritu: íntima, cálida, contenidamente: Aunque lejos estemos los dos, siempre unido estará nuestro amor, añorando tan sólo el momento... (volvía a cantar con tono ronco y carrasposo el viejo, antes de suspirar a fondo para rematar sus comentarios). Oh, la Señora Sentimiento, caray... hay que haberla visto inundando la noche habanera con aquel poderío de corazón, hay que haber estado allí, en el club Scherezada, o en el Lobby-Bar del Hotel St. John´s; para quienes la vimos, no cabe el consuelo, porque no hay, no puede haber sucesión ni semejanza que valga un centavo. Y a medida que resumía su cuento ya sin canto –rememora Elena- al mulato viejo se le engurruñaban los ojos, verdosos, brillantes y empapados, como dos pepinillos en vinagre. Luego le dio la espalda y comenzó a alejarse. Malamente Elena tuvo tiempo de cuquearle un par de veces más el verbo: ¿Y usted por qué conoce tantos pormenores sobre la Señora Sentimiento, acaso la trató en la intimidad? Un poco más que eso, mi sobrina –respondería él sin volverse-, yo compuse canciones para ella.  ¿De modo que es un compositor de renombre? Era –dijo-, antes del ciclón de la política, ahora me gano los frijoles vendiendo discos “quemados” por debajo de la manga. Y ella quiso insistir, pero fue tarde: ¿Entonces por qué no me canta un fragmento de alguna canción de su cosecha? El mulato viejo, muy viejo, no se dio por enterado. Caminaba entre el gentío, saludador y circunspecto, con sus pantalones rotos por la zona del fondillo. En pocos minutos Elena lo perdería de vista. Sabe que iba entonando algo en tiempo de bolero. Mas no alcanzó a escucharle sino alguna que otra frase suelta: Pero yo sigo cantándole a la bruma... Es la única de esas frases que conserva ahora en la punta de la lengua, aunque no puede remedar la entonación que le imprimía aquel bardo de emoción sin dientes y asentaderas desgarradas. Sólo consigue retener su imagen en repliegue -la estampa del aniquilamiento, piensa-, que no dejó de martillarla a lo largo de todo el día y que aún la martilla, para bien y para mal. 
O más bien para mal, ya que ante el desbarajuste de las circunstancias a Elena le ha dado esta noche por comparar los conflictos propios con los del pobre vendedor de discos. Arguye que también sus ojos ven claro únicamente cuando se proyectan hacia atrás. Constata que en su memoria sólo queda el pasado como única vía de escape y que esta vía no es sino un puente en ruinas. Admite que, al igual que el viejo, ella vive arrastrando tras de sí un calvario de afectos y aborrecimientos, sin que finalmente importe un carajo la medida en que cada uno de ellos es relegado a las honduras del espíritu o sublimado hasta las alturas de la fantasía. Desde Cristina a su asesino, del asesino a sus virtuales beneficiarios, a sus protectores, o sus prebostes. De éstos, nuevamente a Cristina, a la llaga purulenta que destapó en su interior la ausencia de la amiga. Y desde la llaga, a todo lo que ha sido Elena y a lo que de alguna manera se empecina en seguir siendo mediante el desenfreno de sus actos y en la contradicción que experimenta –la que experimentó siempre- entre todo lo que hace y todo lo que piensa.
Ahora mismo acababa de perder la compostura una vez más en otro intento por entrevistarse personalmente con San Emeterio -su santo controlador, ironiza-. Al igual que en dos ocasiones anteriores de las últimas 24 horas, había llamado para insistir en su requerimiento. Y como desde el otro extremo del hilo telefónico amagaran con darle el esquinazo, Elena les advirtió que de no obtener una respuesta precisa y rápida, partiría hacia Matanzas al instante, sin que importara el coste, para abordar al jefe cara con cara. Fue así como pudo conseguir que éste accediera por lo menos a un breve diálogo mediante el aparato. ¿Un diálogo? En buen idioma no pasó de ser el entrecruzamiento de dos monólogos. Ella expuso de un tirón los acontecimientos de las últimas horas, con sus dudas, sospechas, presagios. Él se limitó a proferirle un ensarte de imposturas sin ton ni son, a más de proponerle, recomendarle, exigirle paciencia y disciplina como únicas pruebas –dijo- de que todavía estaba en condiciones de comportarse como una auténtica abertzale. Al final, le ordenó lo de siempre: atenerse a la norma, respetar los conductos confidenciales para la comunicación y acatar disciplinadamente lo que se ha dispuesto para el caso.
Como una auténtica abertzale. No era fortuito que esta expresión haya venido a capítulo durante el corto intercambio sostenido con su jefe. Jamás quedaba en el aire. Ante la menor divergencia, ahí estaba saltando una y otra vez la convocatoria a comportarse como una abertzale. Para todos y en todos los momentos parecía caer del cielo. Era garrote y escudo. Elena recuerda intermitentemente (metralla de la nostalgia, se ha dicho) las múltiples oportunidades en que su esposo, el venerado Tulipán Negro de los años incautos, le había echado mano. Primero, a modo de palanca para impulsar cualquier desaguisado y para el desmadre de la violencia ciega. Luego para inflar intereses o labrar coartadas en torno a objetivos que aún más que ajenos, resultaban contrarios al significado de la frase, hasta en la peor de sus acepciones. Por actuar como un auténtico abertzale, aquel hombre que fuera su primer y último modelo de hombre había asaltado, secuestrado, torturado, masacrado en los días sañudos del comando Eibar. Había dado fría y sanguinaria cuenta de conocidos y amigos, tan abertzales como él, sentenciados bajo el simple cargo de optar por la paz y el convenio diplomático. Como un auténtico abertzale, dispuso del destino individual de innumerables personas en la ajena Centroamérica, organizando guerrillas, montando arsenales clandestinos, o durante la época en que integró el séquito del jefe de los servicios secretos cubanos que operaban en forma encubierta desde Nicaragua. Como todo un abertzale, había hecho carrera de experto en explosivos, entrando a Cuba y saliendo sistemáticamente con pasaportes falsos y aprobación expedita, para espolvorear agonía, muerte y pánico en las calles de ciudades más y menos lejanas. No conforme, no harto aún, el abertzale se iba a convertir en empresario, blanqueador de dólares sucios, trapacero, inversionista de capital nada fiable en el pintoresco proceso de apertura económica de la mayor de las Antillas. Hasta que cierto día, el menos esperado, plof, voló, y ojos que te vieron ir. Su arrogancia y sus huesos se gasificaron sin aviso previo, quedó reducido a diminuta proporción de atmósfera dentro de la atmósfera. Nada más. Aunque seguramente nunca lo podrá saber a ciencia cierta, a Elena no le sorprendería enterarse de que aun en el último trance, aquel infeliz terrorista de pistola y corbata –como gustaba llamarle- haya hecho las cosas, si se lo permitieron, desde su percepción personal de lo que debe ser un abertzale, percepción muy uniforme, por demás, entre todos los de la tribu de sus abanderados del hacha y la serpiente. ¿Es que acaso la propia Elena, con no ser más que ella misma, no había malbaratado toda su juventud y su inocencia ejecutando un sinfín de atrocidades sólo por actuar como una auténtica abertzale? Pero es tarde ya, pasada la medianoche, y ha bebido demasiado ron. No le cabe ni otra pizca de veneno en la sangre. Aunque fuera sólo por hoy, preferiría no volver a ensombrecer la memoria con el recuento de aquellas jornadas, las más odiosas e inútiles de su vida. Aunque si lo piensa mejor –piensa ahora-, no iban a ser mucho menos odiosos (pero tal vez más inútiles) los veinte años de la etapa de madurez que ha malbaratado luego sobreviviendo como un vegetal en esta isla. Si entre sus preceptos morales y la granizada de sus actos descubre hoy una grieta insalvable, ello no obedece (no puede obedecer) únicamente al sumo de frustraciones conque desde la más temprana edad fueron atarugándole el alma los métodos, las ideas y los medios empleados por los suyos en Euskadi Ta Askatasuna. También –y quizá sobre todo, se dice- resultan concluyentes los desencantos que ha tenido ocasión de acumular en su prolongada estancia habanera. Le basta con una fugaz introversión para repasar días, años, decenios que se condensan en segundos, monocordes, marchitos, sin otro sentido que el de matar el tiempo tratando de capear el sinsentido. Cercada por el mar, tanto como por las agencias de la ley y las diligencias de los propios marimandones, Elena no vio otro camino ante sí que el de una consciente y resignada enajenación: la ausencia, el abandono de todo, la atonía. Cuando por encima de cualquier peligro se había propuesto el retorno al suelo de sus ancestros, no se lo permitieron. Supo que aun desde su propia condición de abertzale no sólo era prescindible sino además inconveniente. Cuando prefirió ser otra en alguna abarrotada ciudad, anónima, distante, perdida, le fue negada la opción bajo amenaza. Entonces supo que además de inconveniente y prescindible, era considerada peligrosa por los suyos. No quedaba ante ella más que la conjugación triste del azar y el abuso. Así que concluyó dándose por vencida.
Es verdad que siempre le han sobrado las comodidades materiales de que carecen casi todos a su alrededor. El cheque que vienen a depositar en su cuenta cada mes, puntualmente, como presunto salario por su trabajo en empresas vinculadas a la organización, condiciona un estatus que le aparta en años luz al de la vida media en este país. A Elena le sobrecoge el pensamiento de que tal atributo como aventajada superviviente, al margen (es decir, a costa) de tantos pobres náufragos locales, sea también una respuesta, y hasta quizás peor, un premio, por su actitud de auténtica abertzale. Inevitablemente esta sospecha la empuja a entreverse a sí misma como parte de un espécimen pernicioso, uno de los más aborrecibles dentro de la aborrecible fauna de los vencedores sin batallas, los héroes sin una sola hazaña de que enorgullecerse, los parásitos de falsos mitos, criaturas tristes, lastimosas, extraviadas, a las cuales, como en los mejores dramas de Shakespeare, el fanatismo y la violencia transformaron en muñecos de trapo, sin sangre en las venas, sin escrúpulos, sin cabeza ni entrañas, sin tiempo y sin capacidad para la enmienda. 
Igual que ha sucedido cada una de las veces que en los últimos años fue arrastrada por la tromba de sus remordimientos, a Elena le cuesta esta noche reconocerse tal y como en verdad es. Sabe que se trata de un efecto momentáneo, pero ciertamente se resiste, sin proponérselo, aunque sin poder evitarlo. Le amarga, le inquieta, le asquea esa barrera que en ocasiones erige su memoria entre lo que alguna vez creyó ser y lo que ha sido. Asimismo encuentra ridículo repetirse que dada su condición de esperpento con reflejos condicionados, tales rejuegos de la conciencia resultan comprensibles y hasta quizá perdonables. Después de todo, no se trata sino de una tendencia pasajera, un atajo que le proporciona el imperativo natural de autodefensa. Y también una justificación, en suma tan mañosa como inútil, ya que de muy poco le vale para remediar el mal mayor, que es esa especie de calabaza hueca atravesada en el pecho, ese vacío que es a la vez un nudo y que le impide tratarse a sí misma con respeto. 
No hay arreglo. A la bancarrota total han ido a estrellarse una vez más los fueros de Elena. Razón sobrada para que tampoco pueda dormir esta noche. Ni siquiera después de vaciar la segunda botella. Apenas cierra los ojos, sólo consigue ver el despeñadero que ahora escinde su vida entre lo que hace y lo que piensa. Aunque quizás no todo sea pérdida –reconsidera-. No si esta nueva asunción de las cosas le ayuda a entender su determinación de eliminar de cualquier forma y contra cualquier riesgo al asesino de Cristina. Así, pues, cabe la posibilidad de que tales meditaciones la convenzan al fin de que más que a un simple impulso vindicativo, sus planes responden a una oscura, misteriosa, maquinal, desesperada búsqueda de consuelo. En cuanto a la utilidad que podría reportarle semejante convencimiento, lo más seguro es que ni ella misma la vea. Por más que tampoco debe interesarle. Son detalles de interés, si acaso, en la jurisdicción de Dios o en la del diablo. Y es poco probable que Dios o el diablo incurran todavía en la equivocación de meter brasas en los asuntos de Elena.

 José Hugo Fernández, capítulo 10 de la novela “Las mariposas no aletean los sábados”


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