EL VAGON AMARILLO

lunes, 22 de septiembre de 2014

Atravesando el carnaval (y no llueve)


  El calor de la sangre le late en la yema de los dedos y los ojos le arden como brasas. Se seca el sudor de la frente con el borde del pulóver negro. La lengua, las sienes y las manos son en un momento el centro de los latidos y en otro se vuelven cosas remotas y absolutamente ajenas. Tanto le pesan los pies que ya no los siente.
  Pero recuerda bien que ha abandonado el hospital y que se acerca a casa de Ojorrojo, en el edificio Miranda. Si un mes antes ni siquiera se le hubiera ocurrido la idea, ahora no concibe morir sin el perdón de su antiguo compañero de guerra. Ninguna otra cosa tiene sentido ya.
  Entre la niebla de la fiebre, Ariel vislumbra gentes que no están al tiempo que desaparecen como espectros los que pasan a su lado hacia el estruendo de la música. Sí, algo oyó decir: esa es la palabra: el carnaval. La lucidez regresa todavía a él, pero sólo al cabo de un esfuerzo. Quizás no sea el carnaval y en realidad no existan ni esa música escandalosa ni esa muchedumbre. Ni esta caminata que le consume el último vigor.
  A pesar de que hasta aquí su vida ha sido una cadena de desastres y absurdos, Ariel necesita la cordura en este momento como nunca antes. Aunque se le hielen a veces el cuello o los labios o el vientre —que es donde nace esta fiebre inagotable—, necesita cordura. Lo peor es cuando las uñas parecen crecerle hacia dentro del hueso y siente como si por cada uno de sus dedos un cuerpo invisible le clavara las garras.
  Camina mirando el número de las calles y la apariencia de los edificios, que se borran de su mente en un segundo como dibujos de arena bajo una ola. Pero pronto recupera una cifra, el color de una fachada, la forma de una hilera de balcones, y enseguida todo se enturbia otra vez y él va atravesando calles que únicamente conducen a otras calles, a otras avenidas sin nombre, a callejones sin luz.
  Y lo que sus pupilas ven se mezcla con lo que percibieron en otro tiempo, o con lo que imagina al caminar, e incluso con lo que recuerda haber imaginado o soñado alguna vez. Y la figura que camina junto a él durante un rato es su madre, con el perfil nítido y esa inequívoca manera de andar que tiene Mariana, como si a cada momento se apresurara para saltar desde un puente —piensa él y la idea le hace sonreír por dentro— o, mejor, como si siempre estuviera a punto de tropezar. Sus hermanas pasan por allá, a una docena de metros, entre un bulto de gente. Hay momentos en que cada rostro que mira es el de algún conocido del sanatorio, y no le sorprende siquiera que se cruce en su camino alguien que murió hace meses o, aun, uno de aquellos que nunca, hace cuánto tiempo, regresaron de la guerra.
  Un joven que pasa rozándole el hombro tiene la misma cara del Gato. Noel Rosales y el guajiro Villanueva atraviesan un jardín del Vedado como si, al cabo de los años, volvieran de aquel recorrido de exploración que emprendieron una madrugada sin que luego se volviese a saber de ellos.
  De pronto se disuelven las caras y ya no hay calles ni casas. Ignora por unos segundos si aún sigue caminando o se ha detenido, si se ha desmayado o si realmente sobrevuela la noche vaporosa en cuyo corazón se lanza para cumplir esta misión que había olvidado, que olvida a cada momento y que ya vuelve a recordar.
  En los últimos tres meses jamás se ha sentido así, tan ahogado por cada oleada de fiebre. Qué dicha si comenzara a llover y el agua le aliviara el fogaje del cuerpo.
  ¿Cuándo vio llover por última vez? Todas las lluvias son una sola a partir de aquella noche, plena de aguacero y relámpagos, luego de la cual se llevaron a Rita María desde la clínica del sanatorio para el Instituto de Medicina Tropical, como a todos los agonizantes, para que los otros enfermos no los vieran morir. O quizás las lluvias parecen una sola incluso desde antes, cuando vio la cara destrozada del Gato sobre el fango, a orillas del río Sanza, cerca de Lagunda. En verdad la cara no estaba destrozada, sino ensangrentada y salpicada de pólvora porque el disparo en el ojo había sido a quemarropa.
  Dios, si lloviera ahora. Además de esta fiebre, el agua lo limpiaría de este aturdimiento, de estos dolores, de estos recuerdos odiosos. Y un buen aguacero vaciaría estas calles inundadas por el mar de gente que celebra, con el entusiasmo de las ovejas llevadas por fin al pasto caliente, el primer carnaval después de varios años.
  —Han vuelto los carnavales —le dijo alguien, y en el primer momento Ariel no entendió de qué le hablaba.
  —Que llueva fuego —imagina que le dice su propia voz.
  Pero sólo llueve fuego para él, pues ni siquiera durante la anterior gravedad le subió tanto la temperatura.
  El infierno debe ser algo semejante a esto: un sinfín de almas girando, obsesionadas y solas en medio de la muchedumbre, atrapadas por un calor fantástico mientras los diablos chillan, saltan y se divierten. Se vuelve a secar el sudor de la cara con las mangas del pulóver, muy lentamente, cansado, usando primero una y luego la otra, porque las dos están ya igualmente empapadas.
  Llovió aquella vez y las gotas de lluvia llevaron del púrpura al rosado la sangre que había en la cara del Gato y le lavaron la pólvora, y el ojo roto de un plomazo se fue borrando poco a poco, disuelto en el agua de pesadilla en que transcurrieron aquellas dos semanas como un par de años, allí, en el calabozo subterráneo de la unidad militar donde Ariel fue recordando los pormenores, segundo tras segundo, de la fatal escaramuza. De vez en cuando se desesperaba, negado a aceptar que el pasado fuera irrevocable y que no hubiese modo alguno de corregir los hechos. ¿Y cómo vivir a partir de entonces con aquel peso? No lo sabía. Nunca lo supo. Simplemente vivió hasta aquí.
  Y pensar que en una época sentía que su estancia en el ejército era una salvación, o al menos un alivio enorme por aquella manera de vivir al galope sobre acontecimientos indetenibles en la cara más violenta del mundo real.
  Que hoy le parece tan absolutamente irreal, tan improbable.
  Y hoy no llueve.
  Llovió de nuevo mucho después y las gotas de lluvia se llevaron el llanto desmayado de Rita aquella noche, antes de que la subieran a la ambulancia. Ya iba casi sin vida. La lluvia puede llevarse tantas cosas. No todas, pero sí muchas. Y a ella se la llevó para siempre sin ningún forcejeo.
  Acaso ni con una gran avalancha de lluvia podría refrescar su cuerpo ardiente y librarlo del enorme y ensañado animal de la fiebre que se debate bajo su piel.

Ernesto Santana, capítulo de su novela “El carnaval y los muertos”. 

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