El calor de la sangre le late en la yema de
los dedos y los ojos le arden como brasas. Se seca el sudor de la frente con el
borde del pulóver negro. La lengua, las sienes y las manos son en un momento el
centro de los latidos y en otro se vuelven cosas remotas y absolutamente
ajenas. Tanto le pesan los pies que ya no los siente.
Pero recuerda bien que ha abandonado el
hospital y que se acerca a casa de Ojorrojo, en el edificio Miranda. Si un mes
antes ni siquiera se le hubiera ocurrido la idea, ahora no concibe morir sin el
perdón de su antiguo compañero de guerra. Ninguna otra cosa tiene sentido ya.
Entre la niebla de la fiebre, Ariel vislumbra
gentes que no están al tiempo que desaparecen como espectros los que pasan a su
lado hacia el estruendo de la música. Sí, algo oyó decir: esa es la palabra: el carnaval. La lucidez regresa todavía
a él, pero sólo al cabo de un esfuerzo. Quizás no sea el carnaval y en realidad
no existan ni esa música escandalosa ni esa muchedumbre. Ni esta caminata que
le consume el último vigor.
A pesar de que hasta aquí su vida ha sido una
cadena de desastres y absurdos, Ariel necesita la cordura en este momento como
nunca antes. Aunque se le hielen a veces el cuello o los labios o el vientre
—que es donde nace esta fiebre inagotable—, necesita cordura. Lo peor es cuando
las uñas parecen crecerle hacia dentro del hueso y siente como si por cada uno
de sus dedos un cuerpo invisible le clavara las garras.
Camina mirando el número de las calles y la
apariencia de los edificios, que se borran de su mente en un segundo como
dibujos de arena bajo una ola. Pero pronto recupera una cifra, el color de una
fachada, la forma de una hilera de balcones, y enseguida todo se enturbia otra
vez y él va atravesando calles que únicamente conducen a otras calles, a otras
avenidas sin nombre, a callejones sin luz.
Y lo que sus pupilas ven se mezcla con lo que
percibieron en otro tiempo, o con lo que imagina al caminar, e incluso con lo
que recuerda haber imaginado o soñado alguna vez. Y la figura que camina junto
a él durante un rato es su madre, con el perfil nítido y esa inequívoca manera
de andar que tiene Mariana, como si a cada momento se apresurara para saltar
desde un puente —piensa él y la idea le hace sonreír por dentro— o, mejor, como
si siempre estuviera a punto de tropezar. Sus hermanas pasan por allá, a una
docena de metros, entre un bulto de gente. Hay momentos en que cada rostro que
mira es el de algún conocido del sanatorio, y no le sorprende siquiera que se
cruce en su camino alguien que murió hace meses o, aun, uno de aquellos que
nunca, hace cuánto tiempo, regresaron de la guerra.
Un joven que pasa rozándole el hombro tiene
la misma cara del Gato. Noel Rosales y el guajiro Villanueva atraviesan un
jardín del Vedado como si, al cabo de los años, volvieran de aquel recorrido de
exploración que emprendieron una madrugada sin que luego se volviese a saber de
ellos.
De pronto se disuelven las caras y ya no hay
calles ni casas. Ignora por unos segundos si aún sigue caminando o se ha
detenido, si se ha desmayado o si realmente sobrevuela la noche vaporosa en
cuyo corazón se lanza para cumplir esta misión
que había olvidado, que olvida a cada momento y que ya vuelve a recordar.
En los últimos tres meses jamás se ha sentido
así, tan ahogado por cada oleada de fiebre. Qué dicha si comenzara a llover y
el agua le aliviara el fogaje del cuerpo.
¿Cuándo vio llover por última vez? Todas las
lluvias son una sola a partir de aquella noche, plena de aguacero y relámpagos,
luego de la cual se llevaron a Rita María desde la clínica del sanatorio para
el Instituto de Medicina Tropical, como a todos los agonizantes, para que los
otros enfermos no los vieran morir. O quizás las lluvias parecen una sola incluso
desde antes, cuando vio la cara destrozada del Gato sobre el fango, a orillas
del río Sanza, cerca de Lagunda. En verdad la cara no estaba destrozada, sino
ensangrentada y salpicada de pólvora porque el disparo en el ojo había sido a
quemarropa.
Dios, si lloviera ahora. Además de esta
fiebre, el agua lo limpiaría de este aturdimiento, de estos dolores, de estos
recuerdos odiosos. Y un buen aguacero vaciaría estas calles inundadas por el
mar de gente que celebra, con el entusiasmo de las ovejas llevadas por fin al
pasto caliente, el primer carnaval después de varios años.
—Han vuelto los carnavales —le dijo alguien,
y en el primer momento Ariel no entendió de qué le hablaba.
—Que llueva fuego —imagina que le dice su
propia voz.
Pero sólo llueve fuego para él, pues ni
siquiera durante la anterior gravedad le subió tanto la temperatura.
El infierno debe ser algo semejante a esto:
un sinfín de almas girando, obsesionadas y solas en medio de la muchedumbre,
atrapadas por un calor fantástico mientras los diablos chillan, saltan y se
divierten. Se vuelve a secar el sudor de la cara con las mangas del pulóver,
muy lentamente, cansado, usando primero una y luego la otra, porque las dos
están ya igualmente empapadas.
Llovió aquella vez y las gotas de lluvia
llevaron del púrpura al rosado la sangre que había en la cara del Gato y le
lavaron la pólvora, y el ojo roto de un plomazo se fue borrando poco a poco,
disuelto en el agua de pesadilla en que transcurrieron aquellas dos semanas
como un par de años, allí, en el calabozo subterráneo de la unidad militar
donde Ariel fue recordando los pormenores, segundo tras segundo, de la fatal
escaramuza. De vez en cuando se desesperaba, negado a aceptar que el pasado
fuera irrevocable y que no hubiese modo alguno de corregir los hechos. ¿Y cómo
vivir a partir de entonces con aquel peso? No lo sabía. Nunca lo supo.
Simplemente vivió hasta aquí.
Y pensar que en una época sentía que su
estancia en el ejército era una salvación, o al menos un alivio enorme por
aquella manera de vivir al galope sobre acontecimientos indetenibles en la cara
más violenta del mundo real.
Que hoy le parece tan absolutamente irreal,
tan improbable.
Y hoy no llueve.
Llovió de nuevo mucho después y las gotas de
lluvia se llevaron el llanto desmayado de Rita aquella noche, antes de que la
subieran a la ambulancia. Ya iba casi sin vida. La lluvia puede llevarse tantas
cosas. No todas, pero sí muchas. Y a ella se la llevó para siempre sin ningún
forcejeo.
Acaso ni con una gran avalancha de lluvia
podría refrescar su cuerpo ardiente y librarlo del enorme y ensañado animal de
la fiebre que se debate bajo su piel.
Ernesto Santana, capítulo de su novela “El
carnaval y los muertos”.
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