Entre el edificio
Miranda y el muro del Malecón está sólo la avenida, a cuyo borde Ariel se
detiene, acaso durante cinco minutos, acaso durante cincuenta. Además de la
fiebre, la fatiga le recorre el cuerpo con oleadas de vacío donde resuenan los
trombones, los contrabajos y las voces que inundan de música la avenida, esa
frontera.
—¿Pero qué tú haces aquí? —exclama la muchacha
que se ha detenido en la acera, estupefacta, con una macilenta embriaguez en
esos ojos únicos— Te reconozco de puro milagro. ¿Qué estás haciendo?
Aunque se siente paralizado, se esfuerza en
no ver a Rita María. Ni verla a ella ni ver a través de ella, que huele a
tabaco, quizás porque el torbellino interior de Ariel construye ese olor para
esta visión, o para que él no pueda refugiarse en ella, ya que nada le resulta
tan nauseabundo como ese olor a tabaco. El olfato es acaso el único sentido que
aún le merece confianza.
¿Pero entonces qué ocurre? ¡Rita no existe
ya! En todo caso, la imagen de los difuntos no puede tener olor alguno. ¿O sí?
No abre la boca. Tuviera muchas preguntas que
hacer. O en verdad una sola. Pero ya no vale la pena. Posiblemente Rita viene
desde la muerte para ayudarlo a cruzar el abismo. Que es un solo paso.
—Antes tenías ojos de loco. Ahora eres un
puro diablo —hablan esos labios.
No, una alucinación no debe ser tan vívida.
Cualquier muchacha puede parecerse a Rita, pero
ninguna puede ser Rita. ¿La están viendo los que pasan? Y, si la ven,
¿lo hacen con esta insoportable nitidez? ¿Ven sus pupilas de cadáver, esos
agujeros negros que devoran luz? ¿Y oyen su voz?
Se sienta en un muro junto a la rampa que
desciende hacia el garaje del edificio Miranda.
Lo que sucede es que nunca acabaron aquella
conversación en la clínica del sanatorio y, al día siguiente, muy temprano, se
la llevaron para el Instituto, donde murió tres días después. ¿No vendría su
fantasma a justificar todo lo que pasó?
En tal caso no logra sino aumentar su
confusión diciéndole, de pie ante él:
—Yo fui Lilith, ¿sabes? La primera mujer de
Adán. Antes que Eva —Se ríe con una carcajada áspera, como embotada—. ¿Lilith
no es un nombre bonito?
Y se ríe de nuevo. ¿Se ríe? Rita María jamás
se rió así, que él recuerde, con esa mueca dolorosa, incoherente. La expresión
que queda ahora en ese rostro es la de quien olvida de repente lo que estaba
diciendo. Y no pueden ser de ese tamaño las pupilas de los fantasmas. Además,
¿de qué habla? ¿Quién es esa Lilith?
Se le nubla la vista durante unos segundos y
luego el fantasma de Rita, o lo que fuere, ha desaparecido y él empieza a
descender la pendiente que conduce al garaje del edificio. ¿La chocante
aparición le ha alimentado la fiebre? Ahora duda poder llegar al puñetero
octavo piso. No obstante, le agrada dejar a su espalda, por fin, ese revuelto
mar humano.
Bailar y bailar: todo es bailar para que el
pez yerto salte, se retuerza en esa salsa de pimienta sincopada y, sin dejar el
baile, meta la cabeza en la arena hasta que llegue el diluvio.
Ernesto Santana, de
la novela “El carnaval y los muertos”.
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