EL VAGON AMARILLO

lunes, 14 de septiembre de 2015

Yo fui Lilith



Entre el edificio Miranda y el muro del Malecón está sólo la avenida, a cuyo borde Ariel se detiene, acaso durante cinco minutos, acaso durante cincuenta. Además de la fiebre, la fatiga le recorre el cuerpo con oleadas de vacío donde resuenan los trombones, los contrabajos y las voces que inundan de música la avenida, esa frontera.
  —¿Pero qué tú haces aquí? —exclama la muchacha que se ha detenido en la acera, estupefacta, con una macilenta embriaguez en esos ojos únicos— Te reconozco de puro milagro. ¿Qué estás haciendo?

  Aunque se siente paralizado, se esfuerza en no ver a Rita María. Ni verla a ella ni ver a través de ella, que huele a tabaco, quizás porque el torbellino interior de Ariel construye ese olor para esta visión, o para que él no pueda refugiarse en ella, ya que nada le resulta tan nauseabundo como ese olor a tabaco. El olfato es acaso el único sentido que aún le merece confianza.
  ¿Pero entonces qué ocurre? ¡Rita no existe ya! En todo caso, la imagen de los difuntos no puede tener olor alguno. ¿O sí?
  No abre la boca. Tuviera muchas preguntas que hacer. O en verdad una sola. Pero ya no vale la pena. Posiblemente Rita viene desde la muerte para ayudarlo a cruzar el abismo. Que es un solo paso.
  —Antes tenías ojos de loco. Ahora eres un puro diablo —hablan esos labios.
  No, una alucinación no debe ser tan vívida. Cualquier muchacha puede parecerse a Rita, pero  ninguna puede ser Rita. ¿La están viendo los que pasan? Y, si la ven, ¿lo hacen con esta insoportable nitidez? ¿Ven sus pupilas de cadáver, esos agujeros negros que devoran luz? ¿Y oyen su voz?
  Se sienta en un muro junto a la rampa que desciende hacia el garaje del edificio Miranda.
  Lo que sucede es que nunca acabaron aquella conversación en la clínica del sanatorio y, al día siguiente, muy temprano, se la llevaron para el Instituto, donde murió tres días después. ¿No vendría su fantasma a justificar todo lo que pasó?
  En tal caso no logra sino aumentar su confusión diciéndole, de pie ante él:
  —Yo fui Lilith, ¿sabes? La primera mujer de Adán. Antes que Eva —Se ríe con una carcajada áspera, como embotada—. ¿Lilith no es un nombre bonito?
  Y se ríe de nuevo. ¿Se ríe? Rita María jamás se rió así, que él recuerde, con esa mueca dolorosa, incoherente. La expresión que queda ahora en ese rostro es la de quien olvida de repente lo que estaba diciendo. Y no pueden ser de ese tamaño las pupilas de los fantasmas. Además, ¿de qué habla? ¿Quién es esa Lilith?
  Se le nubla la vista durante unos segundos y luego el fantasma de Rita, o lo que fuere, ha desaparecido y él empieza a descender la pendiente que conduce al garaje del edificio. ¿La chocante aparición le ha alimentado la fiebre? Ahora duda poder llegar al puñetero octavo piso. No obstante, le agrada dejar a su espalda, por fin, ese revuelto mar humano.
  Bailar y bailar: todo es bailar para que el pez yerto salte, se retuerza en esa salsa de pimienta sincopada y, sin dejar el baile, meta la cabeza en la arena hasta que llegue el diluvio.


Ernesto Santana, de la novela “El carnaval y los muertos”.

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