Aunque
todavía hay quien los confunde con alguna orden oriental o con una u otra secta
hereje del cristianismo, parece ser que los numenistas conformaron una especie
de sociedad cuyos orígenes se desconocen y de la cual no se sabe, a ciencia
cierta, ni el destino que asumió ni el cuerpo de su doctrina.
Indudablemente, hace ocho siglos se habló de
ella más que antes y que después, y fue entonces también cuando por primera vez
se asentó el juicio que, en general, ha perdurado hasta hoy: los numenistas no
eran devotos a ultranza en el culto a un Dios abstracto, ni místicos que
exaltaran la introversión absoluta, sino, sencillamente, obradores de locura.
Aunque es imprudente especular acerca de lo
que poco se conoce, los estudiosos están de acuerdo en que aquellos hombres
practicaban un conjunto de ejercicios bastante singulares y buscaban una
emancipación del espíritu que obligadamente pasaba por el abandono sucesivo de
los sentidos.
Ante todo, prescindían de los olores y de los sabores, y bebían leche o vino lo
mismo que si bebiesen agua. Más tarde dejaban de sentir gradualmente los
objetos por su contacto con la piel y no diferenciaban ya el frío del calor, ni
lo áspero de lo suave. Luego, poco a poco, se iban apagando todos los sonidos a
su alrededor. Sordos, primero, a los ruidos remotos, después ya no oían
siquiera los más cercanos por estrepitosos que fueran.
El mundo, que ya sólo penetraba en su mente a
través de los ojos, comenzaba a apagarse como si se hundiera en un sueño de
pura tiniebla que, para ellos, era vívida luminosidad. Y entonces, finalmente
libres de la naturaleza basta y de la estrechez de los sentidos físicos, los
adeptos se internaban para siempre en el templo del silencio, donde toda
práctica acababa y toda imagen resultaba abolida.
Ernesto Santana, del libro Cuando cruces los blancos archipiélagos
(Crónica de zepelines)
No hay comentarios:
Publicar un comentario