Al viejo
reloj de pared, recuerdo de alguien olvidado, comenzaron a salirle manecillas.
Era como una explosión muy lenta y fértil. Los números de las horas quedaron
cubiertos y desaparecieron; la pequeña puerta de cristal fue rota por aquellos
tentáculos que seguían moviéndose, ¡ah suprema burla!, en el mismo sentido de
cualquier reloj.
El tictac
de la maquinaria se multiplicaba constantemente para que cada nueva manecilla
tuviera un paso particular. Cuando aquellos apéndices metálicos tocaron el
suelo, se dispersaron arrastrándose en todas direcciones igual que serpientes
que abandonaran el nido.
Blas, que
se había quedado sin aliento viendo aquello, recuperó su aplomo y se lanzó tras
la última manecilla que escapaba por la puerta. La siguió escaleras abajo y
luego por la acera y calle tras calle, hasta un callejón donde encontró a un
hombre pequeño como un lagarto a cuyo alrededor habían ido a reunirse todas las
manecillas.
Blas no
sabía qué hacer. ¿Pedirle las manecillas? Eran muchas y resultaba grotesco
reclamarlas cuando obviamente ningún reloj tiene más de dos o tres manecillas.
Le rogó una explicación.
—Yo no he
hecho nada —respondió el hombre diminuto.
—¿Quién
eres?
—Dios
—dijo el otro secamente.
—¿Dios?
—Blas estuvo a punto de echarse a reír— Dios de las pulgas querrás decir.
—No, el Dios
de siempre, el de todo.
—Eres
demasiado pequeño.
—No creo
que sepas qué es lo pequeño ni qué lo grande. Para ti un grano de arena es casi
invisible y, sin embargo, vives en otro grano de arena.
Cuando terminó de hablar, el minúsculo ser se
esfumó en el aire y Blas regresó espantado a su casa. ¿Qué relación podía haber
entre las manecillas del reloj y un grano de arena? Se hubiera hecho varias
preguntas más y le hubiera escrito una carta, una alarma roja, a algún viejo
amigo. Pero de nuevo perdió el aliento cuando descubrió que su reloj sin
manecillas hacía el mismo ruido de siempre, aquel tictac que no parecía
concebido para quitarle el sueño a nadie.
Ernesto
Santana
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