Por José Hugo Fernández
(Publicado en CUBANET)
Entre
las muchas locas que han zapateado las calles de La Habana, ninguna es tan
memorable como La China. No hay habanero con más de cuarenta años de edad que
no la recuerde con agrado, o con una sonrisa al menos. Lástima que resulte tan
difícil conseguir una foto suya, carencia que no debieran perdonarnos nuestros
nietos. Aunque, por suerte, todavía hoy somos muchos los que ante su simple
mención, ya la vemos ahí delante, gozadora y dicharachera, con su boca roja
abierta de oreja a oreja, la cara toda embadurnada de colorete, el pañuelo
chillón en la cabeza, la infaltable cartera, ingeniándoselas con mil
ocurrencias para divertirnos y bailando con aquellas piernas largas, flacas,
escarranchadas, emblemáticas como las de un artrópodo.
En
tiempos del soviet supremo, con la solemne gala, el partido inmortal, la sangre
derramada y los discursos terroríficos asediando a toda hora nuestra ligereza
criolla, aquel ambiente de relajo que en unos minutos armaba a su alrededor La
China, caía como un soplo de aire fresco en nuestra atmósfera de plomo.
Eran
los últimos años 70 y los primeros 80. La China aparecía de pronto en cualquier
cola, en las afueras de la heladería Coppelia, en una parada o a bordo de las
más diversas rutas de guagua. Y bastaba con su mera presencia para atraer
completamente la atención del público. El arsenal de sus dicharachos,
inteligentes, agudos, pícaros, es otro tesoro perdido sin remedio para la
cultura popular cubana. En especial le complacía dispararlos en las guaguas
repletas de pasajeros, donde desgranó más de una perla de antología.
“Si
está bien parada, da lo mismo por delante que por atrás”. Así se burlaba de la
regla que exige a los pasajeros subir al ómnibus por la puerta delantera y descender
por la trasera. Y de paso, ella misma desobedecía la regla bajando siempre por
delante, pero bajaba de espaldas sólo para decirle al chofer: “Mira, chino, me
voy de espaldas para que parezca que me vengo de frente”. Todos éramos “chinos”
para La China, cuyo nombre real nadie o casi nadie llegó a conocer.
En
cambio, fue ampliamente conocida y comentada entre los habaneros cierta
especulación sobre su origen de familia adinerada, antiguos propietarios, según
vox pópuli, de la llamada Casa de Los tres
Kilos, una de las tiendas más famosas de la capital, a la que, luego de
expropiada por el régimen, apodarían Yumurí.
Siempre
creí que el comentario sobre La China como posible “siquitrillada” por la
revolución no era sino de una de esas leyendas que suelen tejerse en torno a
los personajes populares. Sin embargo, la suerte iba a convertirme en testigo
de la confirmación de la verdad en voz de ella misma. Tal vez fuera la única
vez que La China habló en serio durante aquellos años de sus aventuras como ¿alegre?
enajenada.
Una
mañana, me encontraba yo en la parada de la ruta 74, en calle G y 25, en el
Vedado. La gente se aglomeraba en espera de la guagua. Y allí desembarcó ella,
bailando y poniendo en órbita sus locas paremias. En algún momento, un policía
que estaba entre el público repitió en voz baja el ya tan cacareado comentario
sobre su origen. Y para rematar, dijo: “Yo no sé dónde habrá metido todo el
dinero que tenía". Fue suficiente. La China, que se había mantenido
alejada y al parecer completamente ajena al comentario, dejó de bailar y vino a
situarse justo frente al policía para preguntarle, con el rostro grave y los
ojos llorosos: "Cómo que tú no sabes dónde está nuestro dinero. Pero si
ustedes fueron los que se lo robaron, cómo no vas a saber. Mi familia se fue
para Puerto Rico y yo me quedé aquí, porque esto es lo que me gusta, pero ellos
no se llevaron el dinero que me tocaba, fueron ustedes quienes me lo
robaron".
Dicho
esto, se viró al otro lado para seguir desgranando sus prendas como si nada
hubiera ocurrido.
Y
así continuaría, hasta un día en que dejamos de verla tan repentinamente como
había aparecido. Es de suponer que la hayan llevado -de espaldas para que
pareciera que la traían de frente-, a ocultarla en algún oscuro manicomio, donde
iba a morir muy seriamente, destinada por el diablo a perturbar la paz de los
solemnes sepulcros.
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