Desde
el fondo de mi consternación, la miro. Está acurrucada en una esquina del sofá,
retuerce el cuello, lo descuelga por encima del espaldar, lo deja caer como un
racimo. Pienso, pensaré
que he pensado, que también ella intenta mirarme y que, dadas la posición de su
cabeza y el estado de su cerebro, tal vez me vea elástico, esponjoso, flotando entre el
techo y el suelo. O acaso
ya no me ve. Aun cuando mantenga los ojos muy abiertos,
protuberantes, con las pupilas difusas y los párpados en tirantez extrema.
Ha
transcurrido un buen rato desde el convite a la iluminación de los espíritus.
En un principio me fue fácil. Más de lo que esperaba. Le pinché la vena para
bombear algo de sangre hacia el interior de la jeringuilla. Luego la fui
inyectando lentamente, con delicada fruición.
Pronto
sobrevino el choque. Un feroz sacudimiento, y el ímpetu radical, imperioso, que la invitaba a
embestir las paredes con la frente. Seguidamente, la caída. Pensé, pienso que
pensé que era justo el instante en que aquel relámpago, potenciado por la
pureza de la mezcla y licuado por la preventiva sobrecarga de alcohol,
multiplicaría su efecto, invadiendo a tirones el cuerpo de la muchacha, que aun
inerme ante la violencia, parecía seguir llamándola, se esforzaba por atraerla
desde la intensidad de sus violentas esencias.
Sin
embargo, la mezcla resultó mucho menos fulminante de lo que había previsto. ¿O
acaso era otro asombro que me deparaba su naturaleza irreducible, misteriosa,
malévola? El hecho es que pasados unos breves minutos, ella fue recobrando el
movimiento de las pestañas, se le desmadejó el gesto, vino la pulsación y, de improviso,
estaba parada frente a mí,
observándome, larga, despaciosa, meticulosamente, casi con curiosidad, como si me viera
por primera vez en la vida.
-
Nos conocemos de algún sitio, ¿no? –susurró al cabo, sin ánimos para el tono burlón, pero mostrando una
cierta tortuosidad en la interlínea de los labios.
Porque
no me viera, o por no verme yo mismo ridículamente enfurecido, esbocé la
socorrida sonrisita inocua para calzar el recitado:
-
Nena, es hora de que llores y no de que renazcas con la triste palidez del
alba.
Pero ella ha continuado absorta en el
análisis de mis facciones -La eternidad se prodiga en los más breves intervalos,
pienso, pienso que
tal vez piense
luego-. Hasta que finalmente, esforzándose hasta lo increíble para levantar un
dedo y plantarlo ante mi cara, dice:
-
Sé de dónde vienes, te conozco, pero
no sé quién eres. No te entiendo. ¿Por qué libraste a Bebito de la cárcel? ¿Para qué lo mataste? ¿Por qué engañaste a todos? ¿Por qué se la cobras a mi tío antes que a mí? ¿Por
qué no haces nunca desde el principio lo que debes hacer?
Entonces
se encaminó como a
tientas hasta la ventana. La luna está en Escorpio, creo haberla
oído murmurar mientras fruncía la frente, quizás a modo de sonrisa. Durante
largos, insufribles segundos estará acomodándose un mechón de pelo detrás de la
oreja. Era una nueva manía, adquirida a destiempo. Después, con la misma mano, arañando
el vacío, me hizo señas para que me acercara:
- Ven, para que lo veas –dijo-. Es el Mago. Está
parado bajo el farol de la esquina. Te espera. Nos espera. Esta noche actuará
únicamente para ti, para nosotros, convirtiendo la paloma en cadena, la cadena
en paloma, la paloma en cadena, la cadena en paloma... Y así, muy suave, al
compás del monótono cuchicheo, se desplomó.
La
devolveré al sofá arrastrándola
por una pierna. No quería tocarla. No me quedaban fuerzas. Ni escrúpulos. Ni ganas. Había empezado a
sentir,
ligera pero ardiente, como el hidrógeno, y a la vez
irrefrenable, recia, espesa,
como la sangre viva, esa remota secreción del organismo de la que va surgiendo hecho materia el deseo de la muerte.
Ahora la miro desde mi consternación. Pienso, pienso
que pienso en ella y pienso en mí. Y me aseguro que para más tarde, en algún
momento, cuando tenga que ser, está cargada y a mano la otra jeringuilla.
José Hugo Fernández,
capítulo de la novela “El Clan de los Suicidas”.
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