Como la
guillotina sobre el cogote de un gordo, la noche duda, leve, recelosa, antes de
atravesar los portalones de la calle Reina. Clavo está tendido bocarriba, con
los ojos abiertos, observando sin ver el acarreo de las sombras. Y se siente
bien. Tanto que si por él fuera no se levantaría nunca. Al carajo las cosas.
Este lunes se le acabó temprano el combustible. Clavo
sin alcohol no camina. Por eso estuvo largo rato recostado a la fachada del
cine Cuba. Hasta que vino un jodedor.
Clavo, le gritó, bonita ocupación tienes ahora, aguantar las paredes. Son los
amigos del barrio. O los conocidos, pues lo que se dice amigos... Les
entretiene detenerse un segundo a jaranear. Tiran puyitas, pasan, mientras él
abre la jaiba mostrando los dientes, piedra pómez de lo que un día fue blancura
para sonreír. A Clavo ni siquiera le molesta que le llamen Clavo porque tiene
cabeza sólo para que se la machaquen. Se encuentra a gusto así. Nada ante el
infinito, todo ante la nada.
Para ayudarles a renovar el repertorio, tal vez, esta
tarde se tendió a la larga. Horas y horas. La oscuridad y Clavo serán uno, el
mismo, cuando circule el último jodedor de la jornada. A zarandearlo, a meterle
cosquillas con la puntera: vamos, de pie, alambique, que este portal no es
hotel, ve a dormir al chiquero de tu cuarto. Posiblemente lo ayude a
levantarse. Y hasta le deslice dos o tres palmadas comprensivas en el hombro.
Que Clavo tendrá que agradecer, no porque existan razones, sino porque no deja
de ser agradecido.
A unos veinte metros de su cuarto, donde se cruzan las
calles Lealtad y Salud, Clavo tropezará con un par de zapatos. Sin duda va a
mirar hacia uno y otro lado antes de meter los dedos en el interior del
hallazgo, como para cerciorarse de que están desocupados. Y es seguro que luego
levante la cara para hacerle una señita a Dios. A uno de los zapatos le falta
el tacón; al otro, la lengüeta; ninguno de los dos trae cordones. Pero a Clavo
le han caído del cielo. Las suelas de los que lleva puestos son las propias
plantas de sus pies.
Sentado para cambiar de calzado bajo el farol que
marca la cruz de las dos calles, volverá a dormirse. Y es a partir de este
momento cuando ocurre lo que Clavo no entiende, no se explica, no cree
sencillamente en lo que ve, porque no lo considera creíble.
El frío lo despierta ni se sabe a qué hora. Sesgando,
llega hasta el chiquero que tiene por cuarto. Y al entrar, Clavo ve que su cama
no es su cama y que ya no está sucia ni vacía. Rememora que la última sábana
decente que tuvo fue lavada y planchada por Mirta hace seis años, el mismo día
en que se suicidó. Rememora que cuando vivía, Mirta era su esposa. Rememora que
dejó de vivir porque no aguantaba la ausencia del único hijo que procrearon
juntos. Rememora que el hijo habría caído congelado al mar desde el tren de
aterrizaje de un avión, cuando intentaba huir con rumbo a Canadá. Rememora que
todo lo demás es olvido. Y no viene al caso. Ya que de pronto la cama está otra
vez tendida, limpia, cálida. Y sobre la cama una mujer lo aguarda, a él, Clavo.
Pero no da un paso. No se atreve. Teme malograr tan deliciosa visión. Lo único
que desea es sentarse calladamente a contemplarla, con los ojos abiertos como
dos palanganas, los mismos ojos de mirar la noche.
Lo malo es que Mirta no se lo permitirá. Si en verdad
fuese ella, lo primero que iba a hacer es... Clavo intenta imaginar las
palabras con las que su esposa lo recibiría después de seis agostos en
barahúnda continua. Mas sucede que en vez de imaginarlas, las escucha, reales,
gruesas, terminantes: ¿Y tú qué haces ahí, tieso como el palo de la escoba?;
anda, muévete, que es tarde.
Clavo desclava una sonrisa amplia, desde el bigote a
los cordales. Agita enternecido la cabeza. Y sonriendo, se encamina con sus
zapatos de estreno hacia la cama. Entonces la voz vuelve a tronar: No, qué va,
de eso nada, primero tendrás que bañarte y comer algo; espera, que enseguida te
caliento el agua.
Barajando de cerca semejanzas y disimilitudes, Clavo
concluye que no es Mirta. Su rostro le resulta afín, hasta familiar, diría. Va
y se atreve a pronunciar un nombre, o más bien un apodo. Aunque tampoco puede
ser. Si apenas se conocen de vista. Jamás intercambiaron una frase. Incluso,
quizás sea casual, pero cuando pasa por su lado ella voltea el rostro en el
sentido opuesto. Y no es nada casual que nunca le responda el saludo. Ni porque
habitan el mismo edificio, puerta con puerta. No, señor, no es ella, en modo
alguno. El hecho de que halle muy de su interés a esa vecina, La Madama, no
alcanza para darle argumento a sus visiones. En cualquier caso ya sabe que
Mirta no es. Y con perdón de la difunta, lo sabe no solamente por su capacidad
para distinguir a la presa entre penumbras, como un lechuzo, sino porque tuvo
ocasión de palpar la diferencia.
En fin, Clavo está en las mismas. Cada vez entiende
menos. Al punto que ha perdido las ganas de dormir. Y eso que no pegó los ojos
en toda la noche. Si por él fuera no volvería a pegarlos mientras dure este
sueño. Porque claro que se trata de un sueño. Anómalo, disparatado, insensato y
a la vez tangible como la caneca de plástico que lleva en el bolsillo trasero
de su pantalón. ¿Sueña que vive?. ¿Sueña que al soñar está volviendo a vivir el
sueño de su vida?. ¿O es que a soñar se puso y se ha ido tan lejos que ahora no
encuentra el camino de regreso?. ¿Clavo se trabó dentro del sueño?.
Esta mañana le ha costado un gran esfuerzo reconocer
al sujeto que le hace muecas a través del espejo. Clavo limpio, oloroso y
afeitado. Peregrina visión. Y para colmo, examinada a la luz del nuevo sol, la
mujer se le parece aún más a La Madama. Y pensar, piensa Clavo, que únicamente
en sueños ha podido mirarle a los ojos, grandísimos, vacíos, desolados. Ella es
nueva en el barrio. De hace apenas un año. Pero aun estando allí, no forma
parte. Es que para empezar sólo sale de su cuarto en dirección a la iglesia. Y
que Clavo sepa, no conversa con nadie, ni los buenos días. No en balde le
apodan La Madama. Siempre con el cuello en alto como un cisne. Siempre fría.
Vestida de negro, bien abrochadita, estirada. Presentándose siempre por encima.
Como dicen que antes vivía en una buena casa del Vedado. Aunque Clavo supo, no
recuerda cómo, que de aquella buena casa debió mudarse a una regular, en Santos
Suárez; y de ésta, a otra medianamente mala, en Marianao; y luego a una peor,
en El Cerro; hasta caer en el cuartucho de la calle Salud, el cual difícilmente
le permita seguir bajando de categoría. Parece que al quedar viuda, la tierra
se le abrió a La Madama debajo de los tacones. Tenía un hijo, comentan, pero
tanto lo escondió para que no fuera llevado a la guerra de Angola, que un mal
día se le puso enfermo. Y tanto lo escondía que le dio miedo trasladarlo al
hospital. Y tal fue su miedo, que ya no tuvo hijo. Así es que sin perro ni gato
y sin edad para empezar de nuevo, se ha dado a desprenderse de las comodidades
del hogar a cambio de un poco de dinero para ir llenando la caja del pan. Es lo
que riegan por ahí las malas lenguas. Sea verdad o invento, a Clavo le importa
tres pepinos. No está para chismes. Con su visión le basta. Se siente más que
compensado.
Por cierto que su visión merece un brindis. Es raro
que Clavo no lo haya pensado antes. Y pensándolo, se lleva la mano al bolsillo
trasero del pantalón. Justo en el instante en que la mujer vuelve a tronar: Si
buscas la caneca, no pierdas tu tiempo; la eché a la basura; no te hará falta
en lo adelante.
Lo razonable
es que ahora Clavo estuviese contrariado, nervioso, con rabieta. Mas he aquí
que se limita a mover enternecido el péndulo de la cabeza, al tiempo que
murmura como para sí, caramba, hay que ver la de cosas extrañas que uno ve en
las visiones. Y acto seguido, enfila hacia la puerta en busca de aire fresco.
Pero la mujer truena de nuevo: Y ni se te ocurra coger calle tan temprano, como
no sea para ir a buscar el pan mientras cuelo café.
Tan pronto asoma la nariz, Clavo tropieza con el
primer jodedor del edificio. Vaya, Clavo, le dice, estás comiendo bueno, y
hasta te arropan como a un recién nacido; ¿será que vas a retratarte?. Él
desencaja la jaiba, aunque con su mejor talante, dispuesto a exigir un poco de
respeto para los protagonistas del sueño. Sin embargo, así queda, con la jaiba
abierta por la sorpresa. Ha descubierto que el cuarto del cual acaba de salir
no es el suyo, porque el suyo está al frente, y frente al cuarto suyo está el
de La Madama. A Clavo se le antoja pensar en las graciosas trastadas del
destino. Piensa con la cabeza, por vez primera en muchos años, mientras gira
hacia uno y otro lado, como para evadir posibles martillazos, la cabeza de
Clavo. Caramba, pero qué loca visión, irá repitiendo para sus adentro, camino a
la panadería.
José Hugo Fernández, del libro “La isla de los mirlos
negros”.
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