EL VAGON AMARILLO

sábado, 5 de julio de 2014

TIEMPO DE ALLEGAR Y TIEMPO DE ESPARCIR


Cuando me dijeron que Fernán había muerto, el asombro me duró sólo unos instantes porque aquella era una noticia que sus amigos esperábamos en cualquier momento, aunque no lo dijéramos, pensándolo incluso desde antes de que comenzara, meses atrás, a llamarnos —a uno hoy, a otro mañana, nunca a dos o tres al mismo tiempo— para “deshacerse de algunos libros que le sobraban”, según sus propias palabras. Como si no hubiéramos sabido desde siempre que a él podía sobrarle cualquier cosa menos los libros.
  Durante más de veinte años Fernán había reunido una enorme biblioteca que, a finales de los ochenta, era una de las colecciones particulares más completas de La Habana, al menos sobre escritores del siglo veinte, donde uno podía encontrar libros que otros ni soñaban hojear alguna vez. Para lograrlo, Fernán vivía dedicado casi por completo al acopio de libros, comprándolos a cualquier precio, canjeándolos con amigos, pidiéndolos a familiares fuera del país, encargándoselos a cualquier conocido que viajara al extranjero, y hasta robándolos cuando no tenía otro remedio.
  Para esto último, él, incapaz de hurtarle un centavo a un ladrón, llegó a inventar sofisticadas técnicas que incluían la falsificación de cuños, por no hablar de las ocasiones en que viajó durante varias horas hasta un municipio remoto, en las afueras de la ciudad, buscando una pequeña biblioteca en donde, por ejemplo, sabía que podría encontrar una antología en la que fue publicado un cuento de Slawomir Mrozek que no había leído aún, o un milagroso ejemplar de Oppiano Licario, que en aquella época casi nadie tenía.
  Pero, justo cuando parecía que ya no cabían más libros en su casa, nada pequeña en verdad, llegaron los años noventa y Fernán se vio obligado a vender sus libros, muchas veces a precios irrisorios, para alimentar a sus padres, ya muy ancianos, y para conseguir las medicinas que necesitaban, cuando podía hallarlas. Unos tíos que vivían en el extranjero lo ayudaban de vez en cuando, además, pero de todas maneras los viejos terminaron muriendo, con algunos meses de diferencia, a lo largo de dos años de estrechez y agonía.
  Al final de ese período ya Fernán estaba dado por completo a la bebida, incluso en días en que conseguir una botella de alcohol de farmacia significaba pasar un día entero hurgando por toda La Habana. Cuando sus padres ya no estuvieron, las borracheras se hicieron continuas, su biblioteca siguió menguando más aún y, de una manera increíblemente acelerada, la bebida empezó a borrarle la memoria.
  Podíamos ver todos cómo día tras día le costaba más trabajo hablar de literatura, cómo iba olvidando autores conocidos y que antes mencionaba con frecuencia, títulos de libros que en realidad no eran raros. Y también, en poco tiempo, el nombre de mucha gente, el de ciertos lugares, el de infinidad de cosas. En medio de una frase, se detenía buscando una palabra que al final resultaba ser algo corriente. Sus oraciones se hacían entrecortadas, la variedad de los verbos y los adjetivos que usaba se reducían de una manera asombrosa. Casi resultaba visible cómo iban desapareciendo las palabras de su vida. Y, claro está, un día nos dimos cuenta, sin poder creerlo, que Fernán había dejado de leer. No sólo no hablaba de libros: se hizo evidente que ya ni siquiera los tocaba.
  Como en aquellos días la vieja casa se le caía encima, se mudó para una más pequeña que al poco tiempo también se desplomaba ya. Recuerdo el día que me llamó y fui a visitarlo. Había unos pocos montones de libros en la sala y en el pasillo, todos colocados en el piso y cubiertos de polvo. No se veía un solo estante. Me dijo que escogiera algunos, que esos que estaban allí le sobraban y que no quería venderlos. Esto último era cierto, porque había conseguido algún dinero con la permuta para aquella casa más pequeña.
  Me tomé un par de tragos con él, que ya estaba borracho cuando llegué y que seguramente se quedó bebiendo solo, como ya era su costumbre, cuando me fui. Las dos o tres horas que estuve allí no hablamos ni una palabra de literatura, ni de casi nada. Al levantarme del sillón para irme, no quiso ni echarle un vistazo a la docena de libros que yo había seleccionado. Se limitó a reírse.
  Fue la cosa más rara que he visto en mi vida. Nunca supe de qué se reía. Quizás de que todavía para mí —y para otros— los libros tuvieran cierta importancia inmensurable; quizás de la facilidad con que sus amigos aceptábamos llevarnos algo que él había reunido con tanta pasión, tan meticulosamente y durante tanto tiempo. O quizás se reía de sí mismo, de cómo había perdido la prodigiosa memoria que tanto le celebráramos antes y de cuán escasa importancia le daba él mismo ahora a esa pérdida. Es posible, y algunos de nosotros estábamos seguros de ello, que el propio alcohol realmente no le hubiera ocasionado tanto olvido como el que se empeñaba en mostrarnos.
  En la puerta de la casa todavía seguía riéndose y eso me hizo sentirme un poco turbado. Fernán nunca había sido hombre de reírse mucho y ni el humor ni cinismo le habían atraído jamás. Y por eso le pregunté la causa de su risa. Pero solamente se encogió de hombros y se quedó serio.
  De golpe, en el sitio donde había estado alguien que se reía, había ahora un tipo ajado, hosco, cansado. Muy cansado. Nunca había visto yo tal apariencia de agobio en ninguna persona, y mucho menos tan repentinamente. Tuve la impresión de que Fernán ya estaba muerto. De que en aquel mismo instante se daba cuenta de que ya era un difunto, aunque se riera. Y entonces, acaso por eso mismo, volvió a reírse más alto aun.

Ernesto Santana, de un libro de relatos en preparación.



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