Cuando me dijeron que
Fernán había muerto, el asombro me duró sólo unos instantes porque aquella era
una noticia que sus amigos esperábamos en cualquier momento, aunque no lo
dijéramos, pensándolo incluso desde antes de que comenzara, meses atrás, a
llamarnos —a uno hoy, a otro mañana, nunca a dos o tres al mismo tiempo— para “deshacerse
de algunos libros que le sobraban”, según sus propias palabras. Como si no
hubiéramos sabido desde siempre que a él podía sobrarle cualquier cosa menos
los libros.
Durante más de veinte años Fernán había
reunido una enorme biblioteca que, a finales de los ochenta, era una de las
colecciones particulares más completas de La Habana, al menos sobre escritores
del siglo veinte, donde uno podía encontrar libros que otros ni soñaban hojear
alguna vez. Para lograrlo, Fernán vivía dedicado casi por completo al acopio de
libros, comprándolos a cualquier precio, canjeándolos con amigos, pidiéndolos a
familiares fuera del país, encargándoselos a cualquier conocido que viajara al
extranjero, y hasta robándolos cuando no tenía otro remedio.
Para esto último, él, incapaz de hurtarle un
centavo a un ladrón, llegó a inventar sofisticadas técnicas que incluían la
falsificación de cuños, por no hablar de las ocasiones en que viajó durante
varias horas hasta un municipio remoto, en las afueras de la ciudad, buscando
una pequeña biblioteca en donde, por ejemplo, sabía que podría encontrar una
antología en la que fue publicado un cuento de Slawomir Mrozek que no había
leído aún, o un milagroso ejemplar de Oppiano
Licario, que en aquella época casi nadie tenía.
Pero, justo cuando parecía que ya no cabían
más libros en su casa, nada pequeña en verdad, llegaron los años noventa y
Fernán se vio obligado a vender sus libros, muchas veces a precios irrisorios,
para alimentar a sus padres, ya muy ancianos, y para conseguir las medicinas
que necesitaban, cuando podía hallarlas. Unos tíos que vivían en el extranjero
lo ayudaban de vez en cuando, además, pero de todas maneras los viejos
terminaron muriendo, con algunos meses de diferencia, a lo largo de dos años de
estrechez y agonía.
Al final de ese período ya Fernán estaba dado
por completo a la bebida, incluso en días en que conseguir una botella de
alcohol de farmacia significaba pasar un día entero hurgando por toda La
Habana. Cuando sus padres ya no estuvieron, las borracheras se hicieron
continuas, su biblioteca siguió menguando más aún y, de una manera
increíblemente acelerada, la bebida empezó a borrarle la memoria.
Podíamos ver todos cómo día tras día le
costaba más trabajo hablar de literatura, cómo iba olvidando autores conocidos
y que antes mencionaba con frecuencia, títulos de libros que en realidad no
eran raros. Y también, en poco tiempo, el nombre de mucha gente, el de ciertos
lugares, el de infinidad de cosas. En medio de una frase, se detenía buscando
una palabra que al final resultaba ser algo corriente. Sus oraciones se hacían
entrecortadas, la variedad de los verbos y los adjetivos que usaba se reducían
de una manera asombrosa. Casi resultaba visible cómo iban desapareciendo las
palabras de su vida. Y, claro está, un día nos dimos cuenta, sin poder creerlo,
que Fernán había dejado de leer. No sólo no hablaba de libros: se hizo evidente
que ya ni siquiera los tocaba.
Como en aquellos días la vieja casa se le
caía encima, se mudó para una más pequeña que al poco tiempo también se
desplomaba ya. Recuerdo el día que me llamó y fui a visitarlo. Había unos pocos
montones de libros en la sala y en el pasillo, todos colocados en el piso y
cubiertos de polvo. No se veía un solo estante. Me dijo que escogiera algunos,
que esos que estaban allí le sobraban y que no quería venderlos. Esto último
era cierto, porque había conseguido algún dinero con la permuta para aquella
casa más pequeña.
Me tomé un par de tragos con él, que ya
estaba borracho cuando llegué y que seguramente se quedó bebiendo solo, como ya
era su costumbre, cuando me fui. Las dos o tres horas que estuve allí no
hablamos ni una palabra de literatura, ni de casi nada. Al levantarme del
sillón para irme, no quiso ni echarle un vistazo a la docena de libros que yo
había seleccionado. Se limitó a reírse.
Fue la cosa más rara que he visto en mi vida.
Nunca supe de qué se reía. Quizás de que todavía para mí —y para otros— los
libros tuvieran cierta importancia inmensurable; quizás de la facilidad con que
sus amigos aceptábamos llevarnos algo que él había reunido con tanta pasión,
tan meticulosamente y durante tanto tiempo. O quizás se reía de sí mismo, de
cómo había perdido la prodigiosa memoria que tanto le celebráramos antes y de
cuán escasa importancia le daba él mismo ahora a esa pérdida. Es posible, y
algunos de nosotros estábamos seguros de ello, que el propio alcohol realmente
no le hubiera ocasionado tanto olvido como el que se empeñaba en mostrarnos.
En la puerta de la casa todavía seguía
riéndose y eso me hizo sentirme un poco turbado. Fernán nunca había sido hombre
de reírse mucho y ni el humor ni cinismo le habían atraído jamás. Y por eso le
pregunté la causa de su risa. Pero solamente se encogió de hombros y se quedó
serio.
De golpe, en el sitio donde había estado
alguien que se reía, había ahora un tipo ajado, hosco, cansado. Muy cansado.
Nunca había visto yo tal apariencia de agobio en ninguna persona, y mucho menos
tan repentinamente. Tuve la impresión de que Fernán ya estaba muerto. De que en
aquel mismo instante se daba cuenta de que ya era un difunto, aunque se riera.
Y entonces, acaso por eso mismo, volvió a reírse más alto aun.
Ernesto Santana, de un
libro de relatos en preparación.
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