Rara vez había
visto a mi madre llorar. Era dada a tragarse los fluidos de la tristeza, y los
del enojo. Pero aquella noche, al regresar a casa más temprano que de
costumbre, la noté llorosa. Tampoco es que en 1994, a cualquier hora del día o
de la noche, las cosas no estuviesen para llanto. No obstante, sentí extrañeza,
y un tanto de alarma. Hasta que supe, por ella misma, que desde hacía varias
noches no podía contener las lágrimas cada vez que escuchaba los rugidos del
león. Cerca de nuestra casa, en la periferia habanera, habían improvisado una
especie de clínica veterinaria, adscrita, según decían, al Zoológico Nacional.
Y muy pronto el sitio se llenó de animales ante cuyo aspecto era fácil creer lo
que decían.
Sobresalió el león,
no por lo que suelen sobresalir los leones, sino porque era el que parecía
estar más gravemente enfermo. Y aún más por el modo en que exteriorizaba su
padecimiento. Por cierto, esa misma noche me enteré de que no sólo hacía llorar
a mi madre. Todas las mujeres de la barriada se anegaban en lágrimas al
escuchar aquellos rugidos. Les partía el alma. Y a mí me la partió la novedad.
Pero la suerte iba a ayudarme a encontrar un rápido remedio. Desde que lancé al
primer pordiosero dentro de su jaula, el león no volvió a rugir. Dormía y callaba
durante toda la noche como un angelito. Poco después, lo estaban llevando de
vuelta para el Zoológico, visiblemente recuperado. A Dios gracias, porque nada
me conmueve tanto como ver llorar a las mujeres.
José Hugo
Fernández, del libro “La novia del monstruo”
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