EL VAGON AMARILLO

martes, 17 de junio de 2014

EL QUE VA A MORIR


Negra sobre lo negro y muy fría. Son pocas las palabras conque el que va a morir lega constancia de su última noche. Sólo agregará que es la noche más fría de su vida. Un dato incontrastable en lo referido al tiempo en La Habana durante las noches de diciembre, puesto que la vida del que va a morir discurrió por escasos inviernos: diecisiete apenas.  
Coincidentemente, son diecisiete los días que permanece en el reformatorio para menores, un sitio que también describirá en términos sucintos: Todo es violencia. Las condiciones del encierro. Los guardias. El trato entre los recluidos. El nombre de reformatorio para disfrazar con cinismo el de cárcel o infierno...     
En esas confidencias que me deja por escrito (¿una carta?, ¿un fragmento de diario?, ¿un poema?), bajo el título “El que va a Morir”, expresa un sorprendente testimonio de admiración hacia varios libros no adecuados o no recomendables para su edad. Son de un mismo autor, cuyo nombre no menciona, pero no es menester, ya que cita algunos títulos: “Los endemoniados”, “Crimen y castigo”, “Los hermanos Karamazov”… Afirma que leer estos dos últimos le hizo daño, porque lo asustaban y lo complacían a un mismo tiempo. Confiesa que a merced del influjo hipnótico (es su adjetivo) del primer libro, sintió la necesidad de buscar documentación sobre el autor. Y fue entonces cuando supo que alguna vez lo habían acusado de abusar sexualmente de una niña. En “El que va Morir” también me permite constatar el desgarramiento interior que le provocara tal revelación.     
Es comprensible que recuerde ahora aquel pasaje (quizás apócrifo) de la biografía del novelista. La confusión lo atormenta. Más que la injusticia. Aún más que el remordimiento ante su posible aunque no probable culpabilidad. 
A través de “El que va a Morir”, también conoceré que amó su balbuciente carrera como maestro de escuela primaria. Al principio no le gustaba –dice-, hubiese preferido estudiar letras para hacerse escritor. Pero al perder a su madre, a los dieciséis años, tuvo que aprovechar la oportunidad para independizarse de la tutela paterna. Me tortura no poder explicar los motivos por los que deseé esta independencia: Así escribió en sus papeles. Con trazo firme. Aun cuando temblorosa la mano, supongo.
No se queja. No demuestra que le abrumara la responsabilidad de ser maestro de niños siendo él mismo poco más que un niño pero menos que un hombre: Me acostumbré a la idea –apunta-, me sentía cómodo entre ellos. Y luego vino el hechizo.
Esta palabra, el hechizo, será manejada como argumento clave por los investigadores policiales. Es la que encuentro escrita un mayor número de veces en “El que va a Morir”. Siempre a propósito de su entorno en la escuela. Ligada siempre a un nombre, aunque por muy sinuosas interconexiones: Lizabeta, El hechizo.
En cambio, no resulta posible hallar entre sus confidencias la frase “Me tocó y luego me besó”. Por mucho que sospeche que debió estar gravitando permanentemente sobre la conciencia del que va a morir. Es la frase que lo condujo a prisión y que continuará aprisionándolo hasta el fin.
En los documentos del proceso figura como la revelación de su delito. Y como la única prueba: “Me tocó y luego me besó”. Desde la incontestable candidez de sus nueve años de edad, Lizabeta se la habría confiado primero a su muñeca, a modo de un secreto entre amigas. Después, ya no paró de repetirla. Ante sus padres, ante el director de la escuela, ante las autoridades de Educación… Y como la familia no se resignaba a zanjar el conflicto con la anulación de su carrera como maestro, Lizabeta se verá obligada a seguir repitiendo la frase, ante los investigadores de la policía, ante el fiscal, ante el jurado.
En “El que va a Morir”, yo, su único lector, a quien fue dedicado en exclusiva, tal vez por ser el padre del que va a morir, puedo leer otro largo fragmento que él consagra al autor de sus novelas preferidas. No creo necesaria la reproducción. Sólo una referencia que me inquieta. Dicho autor –dice- consumido por el remordimiento a causa del asunto con aquella niña, pidió consejo a un amigo, el cual le impuso como penitencia que confesara su pecado al hombre que más odiase sobre la tierra.    
Por lo demás, “El que va a Morir” no registra ni una sola vez la frase que lo incriminó. Es como si al ignorarla, estuviese queriendo borrar su existencia. Si no la percibo, no puede ser cierta, parece haber resuelto, aunque no figure entre sus confesiones. No debe ser porque la acusación le asuste. O porque le asuste más que otros detalles del caso. Tampoco confiesa haber dudado de su verosimilitud. Pero a mí me consta que con anterioridad a su última noche, el que va a morir fue informado de que no era la primera vez que Lizabeta deslizaba esta frase imputadora, aplicándola siempre a sus maestros, en las distintas escuelas por las que ha pasado, no obstante sus tiernos 9 años: Me tocó y luego me besó. Sin embargo, de la misma manera que antes él abolió la frase, negándose a reconocerla, se negará ahora a invalidarla sólo porque ha surgido un motivo para ponerla en duda.
Si el hechizo obró en mí, ¿por qué no pudo obrar igualmente en los demás maestros?: Presumo que con esta incógnita quiso ratificarme que “El que va a Morir” no fue escrito como una declaración de inocencia, sino como testimonio de una culpabilidad que no por desconcertante, es menos real.
No muero –concluye- por lo que pude hacer y no hice, sino porque pude querer hacerlo.

José Hugo Fernández, de su libro de relatos Hombre recostado a una victrola


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