Negra
sobre lo negro y muy fría. Son pocas las palabras conque el que va a morir lega
constancia de su última noche. Sólo agregará que es la noche más fría de su
vida. Un dato incontrastable en lo referido al tiempo en La Habana durante las
noches de diciembre, puesto que la vida del que va a morir discurrió por
escasos inviernos: diecisiete apenas.
Coincidentemente,
son diecisiete los días que permanece en el reformatorio para menores, un sitio
que también describirá en términos sucintos: Todo es violencia. Las condiciones
del encierro. Los guardias. El trato entre los recluidos. El nombre de
reformatorio para disfrazar con cinismo el de cárcel o infierno...
En
esas confidencias que me deja por escrito (¿una carta?, ¿un fragmento de
diario?, ¿un poema?), bajo el título “El que va a Morir”, expresa un
sorprendente testimonio de admiración hacia varios libros no adecuados o no
recomendables para su edad. Son de un mismo autor, cuyo nombre no menciona,
pero no es menester, ya que cita algunos títulos: “Los endemoniados”, “Crimen y
castigo”, “Los hermanos Karamazov”… Afirma que leer estos dos últimos le hizo
daño, porque lo asustaban y lo complacían a un mismo tiempo. Confiesa que a
merced del influjo hipnótico (es su adjetivo) del primer libro, sintió la
necesidad de buscar documentación sobre el autor. Y fue entonces cuando supo
que alguna vez lo habían acusado de abusar sexualmente de una niña. En “El que
va Morir” también me permite constatar el desgarramiento interior que le provocara
tal revelación.
Es
comprensible que recuerde ahora aquel pasaje (quizás apócrifo) de la biografía
del novelista. La confusión lo atormenta. Más que la injusticia. Aún más que el
remordimiento ante su posible aunque no probable culpabilidad.
A
través de “El que va a Morir”, también conoceré que amó su balbuciente carrera
como maestro de escuela primaria. Al principio no le gustaba –dice-, hubiese
preferido estudiar letras para hacerse escritor. Pero al perder a su madre, a
los dieciséis años, tuvo que aprovechar la oportunidad para independizarse de
la tutela paterna. Me tortura no poder explicar los motivos por los que deseé
esta independencia: Así escribió en sus papeles. Con trazo firme. Aun cuando
temblorosa la mano, supongo.
No
se queja. No demuestra que le abrumara la responsabilidad de ser maestro de
niños siendo él mismo poco más que un niño pero menos que un hombre: Me
acostumbré a la idea –apunta-, me sentía cómodo entre ellos. Y luego vino el
hechizo.
Esta
palabra, el hechizo, será manejada como argumento clave por los investigadores
policiales. Es la que encuentro escrita un mayor número de veces en “El que va
a Morir”. Siempre a propósito de su entorno en la escuela. Ligada siempre a un
nombre, aunque por muy sinuosas interconexiones: Lizabeta, El hechizo.
En
cambio, no resulta posible hallar entre sus confidencias la frase “Me tocó y
luego me besó”. Por mucho que sospeche que debió estar gravitando
permanentemente sobre la conciencia del que va a morir. Es la frase que lo
condujo a prisión y que continuará aprisionándolo hasta el fin.
En
los documentos del proceso figura como la revelación de su delito. Y como la
única prueba: “Me tocó y luego me besó”. Desde la incontestable candidez de sus
nueve años de edad, Lizabeta se la habría confiado primero a su muñeca, a modo
de un secreto entre amigas. Después, ya no paró de repetirla. Ante sus padres,
ante el director de la escuela, ante las autoridades de Educación… Y como la
familia no se resignaba a zanjar el conflicto con la anulación de su carrera
como maestro, Lizabeta se verá obligada a seguir repitiendo la frase, ante los
investigadores de la policía, ante el fiscal, ante el jurado.
En
“El que va a Morir”, yo, su único lector, a quien fue dedicado en exclusiva,
tal vez por ser el padre del que va a morir, puedo leer otro largo fragmento
que él consagra al autor de sus novelas preferidas. No creo necesaria la
reproducción. Sólo una referencia que me inquieta. Dicho autor –dice- consumido
por el remordimiento a causa del asunto con aquella niña, pidió consejo a un
amigo, el cual le impuso como penitencia que confesara su pecado al hombre que
más odiase sobre la tierra.
Por
lo demás, “El que va a Morir” no registra ni una sola vez la frase que lo
incriminó. Es como si al ignorarla, estuviese queriendo borrar su existencia.
Si no la percibo, no puede ser cierta, parece haber resuelto, aunque no figure
entre sus confesiones. No debe ser porque la acusación le asuste. O porque le
asuste más que otros detalles del caso. Tampoco confiesa haber dudado de su
verosimilitud. Pero a mí me consta que con anterioridad a su última noche, el
que va a morir fue informado de que no era la primera vez que Lizabeta
deslizaba esta frase imputadora, aplicándola siempre a sus maestros, en las
distintas escuelas por las que ha pasado, no obstante sus tiernos 9 años: Me
tocó y luego me besó. Sin embargo, de la misma manera que antes él abolió la
frase, negándose a reconocerla, se negará ahora a invalidarla sólo porque ha
surgido un motivo para ponerla en duda.
Si
el hechizo obró en mí, ¿por qué no pudo obrar igualmente en los demás
maestros?: Presumo que con esta incógnita quiso ratificarme que “El que va a
Morir” no fue escrito como una declaración de inocencia, sino como testimonio
de una culpabilidad que no por desconcertante, es menos real.
No
muero –concluye- por lo que pude hacer y no hice, sino porque pude querer
hacerlo.
José
Hugo Fernández, de su libro de relatos Hombre
recostado a una victrola
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