EL VAGON AMARILLO

viernes, 6 de junio de 2014

Capítulo de “Mujer con rosa en el pubis”

Cap 19


La Rubia es ahora mía. La heredé de mi tío el coronel. Y por más retorcido que parezca, nunca he querido desprenderme de ella, no obstante saber (o precisamente por saber) que quizá sea el arma que segó la vida de mi madre. El coronel Durán López solía jactarse de su alto precio en metálico. En su época, me aseguraba, cualquier rico coleccionista le hubiera dado más de veinte mil dólares por esa Luger. Pero él la atesoraba como a la más excelsa de las joyas, dentro de un cofre de terciopelo que ocupó siempre un lugar de muy extravagante simbolismo dentro de su habitación. Era como un altar, un armario con aire de ara demoníaca, en el que yacían todas sus medallas y trofeos, presididos, naturalmente, por las pistolas Luger, trece en total, contando una con cachas de marfil y con una diminuta bandera cubana incrustada en la recámara, que, según mi tío, había sido fabricada en la Alemania comunista, y que llegó a su propiedad mediante un regalo personal de Fidel Castro. Con todo, su gran preferida, su tótem, fue siempre La Rubia. A lo largo de los años que viví bajo el mismo techo que el coronel (todos los de mi infancia y la mayor parte de mi juventud), me acostumbré a presenciar entre sus prácticas cotidianas una especie de ritual mediante el que mi tío permanecía largos ratos manoseando a La Rubia, desarmándola y armándola, engrasándola, sacándole brillo, paseándose por la casa con ella en el puño, y haciendo breves paradas en las que parecía extasiarse mientras apuntaba hacia cualquier sitio, a un florero, un mueble, un objeto cualquiera -muy en especial hacia los cuadros con fotos-, como para afinar la puntería. No podría precisar la cantidad de veces que, siendo yo un pequeñín, me obligó a tomar a La Rubia entre mis manos para que apretase el gatillo, inútilmente, ya que no me alcanzaban las fuerzas, en tanto él reía a mandíbula batiente, y mi madre le lanzaba un ensarte de improperios, con los ojos desencajados y con las greñas como erizos. De todas aquellas armas, sólo conservo La Rubia. Nunca supe qué hizo mi tío con el resto. Tal vez las vendió antes de morir, supongo que en una miríada, aunque tampoco llegué a descubrir el menor indicio de que tuviera dinero guardado, en la casa por lo menos. Según él mismo me contaba, las pistolas Luger hicieron furor entre los coleccionistas en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Muchos soldados estadounidenses que participaron en la contienda se dedicaron a su acopio en el campo de batalla para después venderlas a precios de oro. Las Luger fueron entonces especialmente demandadas en casi todo el planeta, no sólo por, digamos, su elegancia, y por su eficacia técnica. También por su doble conexión simbólica con la Alemania imperial y con la nazi. Por tales razones, aunque hoy cueste creerlo, sus precios se elevaron hasta la desmesura. Incluso, me contaba mi tío el coronel que cuando, aún en medio de la guerra, los alemanes se percataron del interés mercantil que los soldados estadounidenses mostraban por esas pistolas, decidieron utilizarlas como minas. Decía él que después del desembarco de Normandía, solían dejar, supuestamente abandonadas, pistolas Luger donde habían acampado fuerzas nazis. Pero esas pistolas estaban trucadas con cargas de explosivos que, al menor contacto con sus mecanismos, hacían volar por los aires a quienes las empuñaran.
A mí La Rubia también me ha hecho volar por los aires en más de una ocasión, aunque de otras maneras, no mucho menos dolorosas quizá, pero creo que siempre preferibles a las tontas inmolaciones de aquellos soldados estadounidenses. E igualmente a diferencia de ellos, nunca he conseguido dejarme ganar por la tentación de vender mi Luger. De cierto modo, le dispenso el mismo trato que muchos de los ancianos comandantes de la revolución dispensan a sus jóvenes y esplendorosas mujeres: no la uso, ni la atiendo todo lo esmeradamente que podría, pero tampoco la cedo, ni la presto, ni la vendo. Sé que llegará el día en que sus aún impresionantes virtudes tecnológicas (cargador “de sartén” y culata removible que, en apenas segundos, permite convertirla en ametralladora de tiro automático) no van a ser sino obsolescencias, chatarra vencida por el desuso, el óxido y la pudrición, pero es un riesgo que asumo aquiescente, sin duda porque para mí La Rubia no guarda el mismo significado que guardaba para el coronel Durán López. Aunque, en realidad, si ahora mismo me preguntan, no podría explicar qué significado le concedo.   
En tiempos atrás, no fueron pocas las veces que tuve ganas de deshacerme de ella. Sobre todo al principio, antes de que me acostumbrase a su cercanía, digámoslo así. Sentí con frecuencia el impulso de botarla, tirándola al fondo del río Almendares, aunque nunca pensé en venderla. Creo que me lo hubiese impedido algún remoto pudor. Recuerdo muy particularmente una noche en que la saqué de su cofre y salí con ella a la calle, dispuesto a tirarla en el primer matorral que encontrase en mi camino. Esa noche había estado curioseando entre la vieja papelería del coronel, y me chocó sobremanera descubrir varias fotos de personajes de esos que hoy suelen ser calificados como tristemente célebres, todos con Luger a la cintura o, en general, dueños de este tipo de pistolas, cuya fama creció también por pertenecerles. Era un catálogo macabro, que no sólo contenía fotografías de pistolas Luger, sino también de otras armas, pero siempre con preponderancia de las preferidas por mi tío. Allí estaban la Luger damasquinada en oro de Herman Georing, fundador de las SS y tenebroso lugarteniente de Hitler, y la de Goebbels, su ministro de propaganda e información, una de las principales mentes negras del holocausto judío. Incluso, estaba la última pistola que usó el Führer, con la que supuestamente remató su faena suicida, luego de tomarse una cápsula de cianuro de potasio, aunque ésta no era Luger, sino una Wlather modelo PPK, cubierta en oro. Entre otras muchas antiguallas infernales, recuerdo haber visto también en aquel álbum el fusil Mannlicher-Carcano, con el que se presume que Lee Harvey Oswald asesinó a Kennedy; o la pistola de Saddan Hussein, una "Glock Mod 18 C", Parabellun de 9 mm; o el fusil AKM ruso, calibre 5,56, de oro completo, que fue propiedad de Pablo Escobar. Vaya manía la de esas bestias empeñadas en adornar sus crímenes con el brillo aurífero. Aunque claro que no todas las armas del catálogo eran de oro. Tampoco todos sus dueños habían sido asesinos. Pero no sé por qué fueron las de oro las que más me chocaron. Aun en el caso en que los dueños no hubieran sido asesinos. Por ejemplo, no olvido la mala impresión que me causó una Walther PPK de oro, que perteneciera a Elvis Presley. En general, fue muy decepcionante para mí enterarme de que el Rey del Rock and Roll perteneció al clan de los energúmenos coleccionistas de armas y que, aún más, asumía el rol con verdadero fanatismo, tal como lo demuestra el arsenal que aún se conserva en su casa museo, el cual pude ver gracias a aquel álbum de mi tío. Mucho más me asustó cualquiera de los revólveres, pistolas, fusiles, ametralladoras de Elvis Presley, todos valorados en precios astronómicos, que, digamos, el Colt Detective Special 38 y la pistola Government 1911 semiautomática, que los famosos bandoleros Bonnie Parker y Clyde Barrow habían usado en sus múltiples asaltos; o incluso más que el escalofriante Charter Arms calibre 38 Special, con que Mark David Chapman mató a John Lennon.
En suma, el pavor y la repugnancia que experimenté mirando tantas fotos de armas famosas y de famosos con armas, impulsó mi decisión de desprenderme de La Rubia. Pero también aquella noche terminaría desechando la idea para siempre. Recorrí toda la calle Ayestarán en busca de un matorral o de un basurero adecuado para tirarla, y ante cada uno de estos sitios, hallaba siempre una inconveniencia, es decir un pretexto. Luego, enrumbé hacia Puentes Grandes con el propósito de lanzarla a la contaminada y pestilente corriente del río. Sin embargo, una vez allí, el ánimo me alcanzó únicamente para tirar el catálogo de armas famosas. Tarde ya en la noche, regresé a casa con La Rubia encajada todavía en la ingle, arañándome y abrasándome el pellejo por debajo de la camisa.
Esa noche, mientras me revolcaba en la cama sin poder dormir, traté de consolarme con la idea de que aun cuando su posesión me reportase un permanente desasosiego, jamás me atrevería a desprenderme radicalmente de La Rubia. Era, es, el vínculo más íntimo entre mi madre y yo, el único que (sólo el diablo sabe con qué macabro fin) accedió a dejarme como herencia mi tío el coronel.

José Hugo Fernández

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