EL VAGON AMARILLO

miércoles, 19 de marzo de 2014

Un ramo de lirios


 Aunque la mañana se abre paso a través de un aire gris, Palmira no se quita sus gafas azogadas.
  —Pareces un búho púrpura, mamá —le dice Arnoldo, siempre tenso con ella, o colérico, entre otras cosas porque desde que tiene uso de razón ella le dobla la estatura. Si primero pensó que ella no se quitaba las gafas porque estaba llorosa, ahora está seguro de que lo hace, naturalmente, para irritarlo, para divertirse mientras él intenta verle los ojos sin lograr más que verse a sí mismo dos veces, una en cada espejuelo, ahogado en la opresiva alquimia del mercurio de esos dos mundos paralelos.
  Para vengarse, Arnoldo no la ayuda ni siquiera con el paraguas. De manera que Palmira lleva la hinchada cartera colgada del hombro izquierdo y, bajo el brazo derecho, el abrigo minuciosamente envuelto; esa mano esgrime el paraguas que, aun cerrado, chisporrotea con sus colores fosforescentes. La mano izquierda, apoyándose sobre la cartera, sostiene un ramo de lirios que, por caro, ha sido la primera manzana de discordia en este día.
  —Siempre le traigo lirios a tu padre.
  —Lirios para él y para mí delirios.
  —Bah, es la primera vez que vienes a verlo.
  —¿A verlo? Ese está todavía en la puerta del infierno esperando que lo dejen pasar. Recuerda que, gracias a Dios, según tú, no sentía nada.
  —La gracia de Dios es el dolor —dice ella y él se echa a reír.
  —Pareces una furia ciega con ese antifaz —rezonga enseguida, procurando ir al paso de su madre, aunque sus breves remos, más que caminar, trotan junto a las formidables y velludas ancas de Palmira.
  —Tú no te pareces a nadie. ¿Por suerte, nene, o por desgracia? —le suelta ella, como si le disparara con una escopeta de dos cañones por encima del hombro izquierdo, y aprieta el paso, haciendo que Arnoldo tenga que acelerar su trote de enano para no rezagarse definitivamente.
  Aramís, el difunto, en cambio, era alto y flaco como un lagarto. Desde pequeño sufría mucho de los huesos, del estómago y de la cabeza. A pesar de que sus males resolvíanse invariablemente en dolor, las crisis de cefalea eran tan agudas que una vez, a los doce años, se había golpeado la cabeza contra la pared hasta que su madre logró detenerlo, ya bañado en sangre, enloquecido como nunca, tal si tuviera un alacrán dentro del cráneo. “¡Ese fue el peor cometa!”, decía luego, pues llamaba cometa a su dolor recurrente. Comenzó a padecer, adolescente aún, de una repentina inflamación de las articulaciones que lo torturaba durante un par de días y de pronto desaparecía sin dejar secuelas.
  Para seguir irritándolo, piensa él, Palmira entra al cementerio no por una de las puertas destinadas a los caminantes, sino por la del medio, tan grande que a cierta distancia uno casi no repara en las dos pequeñas que la flanquean, y por la cual sólo se internan comparsas fúnebres, autos de visitantes y bicicletas. Arnoldo la secunda, qué va a hacer, y aprieta sus puñitos en los bolsillos del abrigo que por haber sido de Aramís le llega a las rodillas. Un gorro negro, robado a Tío Mersal de su colección de “atuendos para la cabeza”, nada apropiado para un invierno habanero normal, le cubre apenas medio cráneo.
  —Nunca olvides que deben pasarme por ahí, para el servicio religioso, antes de enterrarme —dice Palmira señalando con un gesto del mentón hacia la iglesia en el centro del cementerio.
  —Antes, sí. Antes de enterrarte yo te arrastraría con mucho gusto durante un año alrededor de Troya. Bueno, tú no sabes nada de Troya.
  —Ni quiero saber. Lo que te digo del servicio religioso va absolutamente en serio, so huevón.
  —Si te apura, absolutamente ahora mismo lo hacemos. Peor sería tener que enterrarte dentro de doscientos años y a la fuerza.
  La brillante sonrisa de ella le resulta a Arnoldo muy difusa en lo alto de su cuerpo. Y hay dos espejos, espejuelos, encima. Su sonrisa, se dice él, es el leopardo en la cumbre nevada del Kilimanjaro, pero no se lo dice porque Palmira tampoco quiere saber de Hemingway.
  La casa de Aramís estaba siempre llena de amigos y vecinos que trataban de ayudarlo, pues normalmente cada dos o tres semanas era atacado por alguna enfermedad de los ganglios, de la piel, de los riñones, y unos traían píldoras o hierbas; otros, consejos; otros, libros de Kardec o de medicina tibetana. Aunque algunos remedios le procuraban cierta mejoría durante un tiempo o incluso le curaban alguno de sus padecimientos. Aramís se estaba volviendo adicto a las conversaciones consoladoras. De ahí su matrimonio con Palmira, sanota, revuelta, estúpida según su padre, un vasco bilioso que odiaba a los enfermos. “Estúpida, pero grandiosa”, se corrigió un día al notarle las nalgas. “¿Grandiosa? Grande nada más”, replicó, por celos dobles, la madre. “Gran Diosa”, pensó Aramís. Antes del primer aniversario de bodas nació Arnaldo Arnuru. Y Arrancudiaga: Palmira era hija de un compatriota del viejo a quien él llamaba Ikurriña debido a que en una ocasión, dicen que por licores, en un arrebato nacionalista, corrió desnudo y envuelto en la bandera de Euskadi ante la comitiva de un alto oficial castellano. Huyendo, luego, no paró hasta Cuba.
  Sin embargo, el matrimonio y el hijo no aliviaron los males físicos de Aramís, quien, a los cuarenta y cinco años, se hallaba medio postrado en su cama, cada vez más silencioso y apagado en su amargura, mirando sin ver la vida en derredor, oyendo sin escuchar lo que le hablaban.
  Cuando casi han llegado ante la tumba, Palmira recuerda que para la exhumación es imprescindible pasar por las oficinas de la necrópolis. Ya marchan más despacio.
  —¿Te molestaría que te embalsamen, mamá? Contigo no sería difícil porque no tienes entrañas.
  —No sería lo peor que me has hecho. Espérame aquí, y no te quedes hablando solo como un lorito, que regreso enseguida —Y guardando por fin las gafas en la enorme cartera, se aleja rumbo a las oficinas. Mirándola ir así, Arnoldo recuerda que alguien la llamó una vez “pelirroja ojos de oro” y a ella le pareció aquello una lisonja muy original. Pero es asombroso, en verdad, que pese a su edad considerable, mantenga sin esfuerzo aparente esa exuberancia compacta (e intransferible, pues Aramís no recibió ni pizca de su vitalidad). Ocurrió, empero, lo que al principio fue tomado como puro milagro: Aramís perdió toda sensación de dolor. A pesar de que ya no era capaz de moverse como antes, ahora empezó a pasear un rato por la casa y se sentaba en la sala o en el balcón sin quejarse en absoluto. Era admirable ver cómo aquel infeliz mostraba a quienes lo visitaban la rara virtud de herirse los brazos con agujas, quemarse los labios o las mejillas con cigarros o golpearse los dedos con un pesado florero de bronce sin el menor sufrimiento, como si se vengase de sus viejos martirios.
  Regresando de las oficinas y a sólo unos pasos de su hijo, Palmira vuelve a taparse los ojos de oro viejo con los escandalosos espejuelos. Mezquino mercurio.
  —Vamos delante, que ellos vendrán enseguida.
  —Claro, con tanto meneo de tetas.
  —Primero un trago de ron y un buche de café, ¿no?
  Ni siquiera porque el café está aún caliente en el termo accede Arnoldo a beber un sorbo. Tampoco le da una mordida al turrón de maní, su golosina preferida desde que, sin que él mismo se lo explicara, comenzó en el mundo de la música. Agua sí toma, y no en la tapa, sino en la boca del termo. Como está helada se pone a temblar y solamente se calma cuando la caminata entre tumbas grises y suntuosos panteones le calienta un poco el poco cuerpo que Dios le dio. Del ron no quiere ni que le hable, a pesar de que antes sí le gustaba, sobre todo cuando tocaba con los God Dogs.
  Ya están aquí. Se sientan al borde de la tumba. Él no se atreve siquiera a leer la lápida. Demoran los obreros, que “seguro huelen a más allá”, le susurra ella y él le replica en voz alta: “Peor debe oler él”.
  Palmira se ha tragado ya un cuarto de botella y habla de Aramís a diestra y siniestra. Arnoldo nunca ha creído en esa fábula de dolores diabólicos y divina anestesia. Como otros tampoco creyeron.
  Todos estaban alarmadísimos, por supuesto. Un hombre que se había comportado siempre con tal ecuanimidad resultaba incomprensible ahora cuando se comportaba peor que un masoquista, un sádico o un obsceno exhibicionista. La última vez que lo vieron vivo estaba, no obstante, como vaciado por completo, echado en su butaca favorita, con un doble abismo en el lugar donde estuvieran sus ojos. “El don de Dios no es el alivio”, balbuceaba con voz turbia: “Ah, el cometa, el cometa…”
  Llegan los obreros y se toman la mitad restante de la botella al tiempo que empujan la pesada tapa de mármol. Paralizado, Arnoldo sólo es capaz de mirar cómo tres hombres sacan lo que fuera un ataúd y cómo, entonces, tras despojarse nuevamente de sus gafas azogadas, Palmira recoge, entre pedazos de madera podrida y residuos de tela, lo que queda del cadáver después de cinco años: unos huesos mugrientos, un puñado de cabellos grises, algunas costillas y, en fin, la calavera. Rocía todos esos despojos con el perfume de un frasco, hasta vaciarlo, y los envuelve en un paño blanquísimo, sin hablar una sola palabra durante la media hora que dura su último encuentro con Aramís.
  Aquella tarde, al hallarlo muerto, tenía él espantosamente mutilados varios dedos, parte de la cara y los genitales, y mordía con rabia el ojo que se había arrancado. Nadie imaginaba cuántos horrores más hubiera cometido con su propio cuerpo si finalmente no hubiera muerto desangrado.
  Cuando el blanquísimo envoltorio con los restos del difunto queda guardado en el osario, Palmira les reparte café a los tres hombres y le entrega al mayor un  inmaculado billete de veinte pesos. Por último, ellos echan el féretro despedazado en la carreta y parten, mirando oblicuamente y con curiosidad al enano sentado frente a la tumba recién cerrada, una manecita sobre los ojos, el negro gorro siberiano sobre la frente, el abrigote. Palmira, de nuevo con sus gafas odiosas, coloca el ramo de lirios en un jarrón, ante el osario.
  —¿Puedes traer un poco de agua de aquella pila? —le pregunta a su hijo y saca de su gran cartera un pequeño cubo amarillo, muy amarillo, demasiado amarillo. Pero Arnoldo no se mueve y ella, encogiéndose de hombros, abre el termo del agua.
  —Esa está helada, mamá —protesta él, levantándose, estirando por pura manía las puntas inferiores del abrigo.
  —La de la pila debe estar igual.
  —Yo voy —insiste Arnoldo, toma el pequeño cubo y se va, arrastrándolo tras de sí como si fuera su propio cadáver. Parecería que va dejando en el suelo un fosforescente rastro amarillo.


Ernesto Santana, de un nuevo libro en preparación. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario