EL VAGON AMARILLO

lunes, 3 de febrero de 2014

ENCUENTRO EN EL CALLEJÓN

  Al viejo reloj de pared, recuerdo de alguien olvidado, comenzaron a salirle manecillas. Era como una explosión muy lenta y fértil. Los números de las horas quedaron cubiertos y desaparecieron; la pequeña puerta de cristal fue rota por aquellos tentáculos que seguían moviéndose, ¡ah suprema burla!, en el mismo sentido de cualquier reloj.
  El tictac de la maquinaria se multiplicaba constantemente para que cada nueva manecilla tuviera un paso particular. Cuando aquellos apéndices metálicos tocaron el suelo, se dispersaron arrastrándose en todas direcciones igual que serpientes que abandonaran el nido.
  Blas, que se había quedado sin aliento viendo aquello, recuperó su aplomo y se lanzó tras la última manecilla que escapaba por la puerta. La siguió escaleras abajo y luego por la acera y calle tras calle, hasta un callejón donde encontró a un hombre pequeño como un lagarto a cuyo alrededor habían ido a reunirse todas las manecillas.
  Blas no sabía qué hacer. ¿Pedirle las manecillas? Eran muchas y resultaba grotesco reclamarlas cuando obviamente ningún reloj tiene más de dos o tres manecillas. Le rogó una explicación.
  —Yo no he hecho nada —respondió el hombre diminuto.
  —¿Quién eres?
  —Dios —dijo el otro secamente.
  —¿Dios? —Blas estuvo a punto de echarse a reír— Dios de las pulgas querrás decir.
  —No, el Dios de siempre, el de todo.
  —Eres demasiado pequeño.
  —No creo que sepas qué es lo pequeño ni qué lo grande. Para ti un grano de arena es casi invisible y, sin embargo, vives en otro grano de arena.
  Cuando terminó de hablar, el minúsculo ser se esfumó en el aire y Blas regresó espantado a su casa. ¿Qué relación podía haber entre las manecillas del reloj y un grano de arena? Se hubiera hecho varias preguntas más y le hubiera escrito una carta, una alarma roja, a algún viejo amigo. Pero de nuevo perdió el aliento cuando descubrió que su reloj sin manecillas hacía el mismo ruido de siempre, aquel tictac que no parecía concebido para quitarle el sueño a nadie.

Ernesto Santana

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