Nada de café. Después del cañonazo de las nueve,
Samuel prefiere té de jazmín, inmejorable para disolver los nudos del trabajo y
hacerlo dormir a pierna suelta. A veces bebe un par de dedos de ron, que
también le hace bien, pero el problema con el ron es que luego le cuesta mucho
aguantarse las ganas de multiplicar los dedos. Y a sus 57 años, él ya no está
para disipaciones.
Casi siempre es de noche cuando vuelve de
regreso al hogar. Así que apenas le alcanza el tiempo para gastarse ciertos
contenidos placeres. Un paseo de 15 minutos, descalzo sobre las baldosas
frescas. Después, los cinco ritos tibetanos, el baño con agua humeante, alguna
chuchería preferiblemente seca, sin lácteos.
En cuanto al té de jazmín, una taza
grande (o dos, si es en agosto y está helado), que toma ya sentado, con pijama
y chancletas, ante el reproductor de DVD, mientras la pícara secretaria de Sam
Spade le anuncia a éste que una mujer muy bella (“un bombón”, particularizan
los letreritos de la traducción) solicita verlo.
Desde los tiempos mozos Samuel adoptó
como ídolo a Sam Spade. Lo había conocido gracias al programa televisivo
Historia del Cine, que casi todos los años pasaba la misma machacada copia de El halcón maltés. Luego pudo tratarlo
con mayor intimidad cuando la editorial Dragón publicó la novela original de
Hammett. A partir de entonces ya nada ni nadie lograría separarlos. Mucha agua
ha corrido por debajo del puente, pero él no deja de ser fiel al héroe
invulnerable y distinguido, quien, además, lo inspiró siempre y le sirvió, le
sirve de patrón en la efectiva labor que ha desarrollado a lo largo de un
cuarto de siglo como oficial del Ministerio del Interior, especializado en
tareas de control y consulta para los ámbitos del arte y la cultura.
Dichoso y a la vez fatal con las mujeres,
como su fetiche, Samuel (firmado ya el sexto divorcio) vuelve a estar solo en
la confortable casona que le obsequió el gobierno. Eso de estar solo no es algo
que le quite el sueño. Las mujeres van y vienen. De momento, dispone de lo que
no debe faltarle: comodidad, seguridad y una copia impecable en DVD de la obra
maestra de John Huston, que ahora disfruta cada noche, puntualmente, junto al
té de jazmín y las sobriedades del Tíbet, únicas dependencias confesables para
un tipo duro.
En cualquier caso, no se siente solo. Le
acompaña su álter ego. Y ese sí es verdad que no entiende de traiciones y
abandonos. Tan iguales y también tan dispares como suelen ser las almas
gemelas, Sam y Samuel ni siquiera han necesitado nunca estar juntos para
acompañarse. Es suficiente con que existan cada cual por su rumbo y a su modo.
Detective privado, huraño y callejero, de sólida corteza pero dulce por dentro,
como la tartaleta. O investigador de academia, proclive al contacto secreto, a
la cámara de escuchas, al abstruso entramado de gabinete, y de carácter más
bien cremoso en los bordes pero con el centro compacto, como el bizcocho con
merengue. Da igual. Ambos han sabido ser fieles a sí mismos. Y es lo que
importa. Agudo uno, bronco y con olfato de polilla para desenmascarar al
culpable. El otro, pragmático, especialmente entrenado para el oficio de
vigilar, que quizás no requiera de tanta agudeza como el de descubrir, pero requiere
mayor preparación y poder deductivo. Ya lo dijo Séneca, lo reiteró Poe y ahora
lo balbucea Samuel: Nada es más odioso a la sabiduría que el exceso de
agudeza. El otro, persiguiendo a malhechores por calles solitarias. Él,
hozador cultivado y lábil, leyendo entre líneas, intentando desactivar cada
trampa que anida en el embozo de las palabras o las imágenes. Samuel sabe (se
lo ha enseñado la experiencia) que los riesgos de aquel a quien emboscan,
pistola en mano, entre la niebla de la madrugada, no son mayores que los de
quien enfrenta a toda hora el sesgo apátrida de los escritores, los artistas,
fauna de temibles ofidios dados al acecho entre la maleza de las ideas. En fin,
la vida es dura para el investigador policial, cualquiera que sea su perfil.
Pero también existe el incentivo de las recompensas.
“Cómo pesa. ¿De qué estará hecho?”. Sin
leerlos, Samuel conoce lo que traducen los letreritos cuando habla el policía,
mientras sostiene con una mano la estatuilla del halcón maltés. Igualmente sabe
lo que responderá Sam Spade (“Está hecho de la materia de los sueños”). Pero
tampoco esta vez llega hasta la respuesta. Se ha quedado dormido como un
tronco. Consecuencia del té de jazmín.
José
Hugo Fernández, del libro Yo que fui tranvía del deseo.
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