Los barrigones no
debieran usar guayabera. Se perjudican recíprocamente: la guayabera luce menos
guayabera y más sotana al cubrirlos, en tanto el barrigón luce menos
distinguido cuanto más resalta como un barrigón dentro de una guayabera. Si los
jefes en Cuba tuviesen una pizca de sentido común, no habrían declarado a la
guayabera como prenda oficial para ceremonias diplomáticas o de Estado. Es una
especie de magnicidio que se auto-infligen, dado que en nada se parecen tanto
entre sí como en lo que son, más en lo típicamente abultado de sus
vientres. Cuando un dirigente no es aquí barrigón, debe resultar sospechoso para
los otros dirigentes, a la vez que resulta demasiado poco creíble para la gente
de a pie. Así como allende los mares suele ser tomada como un síntoma de poca
salud o de mal gusto, la gran barriga constituye en nuestra isla credencial
inequívoca de poder. Luego del asombroso parecido que guardan todos nuestros
caciques entre ellos mismos, nadie es más parecido físicamente a uno de ellos
que un bisnero con éxito, de esos a los que ahora llamamos nuevos ricos, es
decir, pobres bandidos a los que parece sobrarles el dinero en igual proporción
en que les faltan escrúpulos. Como no me conviene describir al detalle la suma
de sus puntos convergentes, digamos que si nos plantan delante, desnudos, a un
dirigente y a un nuevo rico, no sabríamos determinar cuál es el cuál. Son dos
barrigas como dos yemas del mismo óvulo. Pero tan pronto se arropan, resultan
distinguibles desde lejos. El dirigente lleva guayabera. Y el nuevo rico,
bermudas, gafas y gorra de los Yankees.
EL VAGON AMARILLO
domingo, 26 de abril de 2015
LAS CANCIONES
Las canciones, ah Padre, esas canciones,
cada una en su tiempo y en su sitio:
ciertas calles, las casas, los pesares,
cada mujer amada en cada beso,
cada recuerdo, tienen melodía.
Cuántos mundos, ah Padre, incomparables,
cuánta vida naciendo entre la muerte.
Cuán salvables nos hacen, qué alumbrados,
qué soberbias nostalgias, cuánto ensueño.
Los amigos
comparten melodías
como espadas o escudos, como néctar
llegado desde tierras muy lejanas.
Ah palabras en música sin muros,
cómo te asedia el viento de la muerte,
de la fuga, el olvido y la locura,
esas vastas tormentas de silencio.
Los amigos tuvieron una puerta,
unas horas, alguna humilde lumbre,
otros buenos amigos y canciones
dispersas en tus viñas por amor.
Los amigos se marchan por mil puertas,
se callan y se alejan ya, de pronto.
Pero aún las canciones permanecen,
tan solas y tan graves, empañadas
por el hálito denso de los años.
Y, dormidas, susurran, balbucean
un nombre, un rostro amado, alguna noche,
un camino que vuelve y sus dolores,
sombras volando en torno de un fulgor.
Además, aparecen
nuevos cantos
para otros rostros, para nuevas horas.
Cada buena canción
es la canción
que habíamos esperado desde siempre
con el desnudo afán, con el amor
de las canciones de hoy y de ayer, Padre:
soles para la noche en soledad,
voces que hacen de pura vida el canto.
Uno agradece haber vivido en música,
entre acordes y voces y cadencias
y tonadas de amor y pesadumbre.
Todo lo han sido esas canciones, Padre,
y todos somos, Padre, tus canciones.
¿Y cómo no volvernos
a encontrar,
los que faltan, los que permanecemos,
y no reconocernos y no hablarnos
con júbilo invisible y sin palabras?
¿Cómo no revivir todos en ellas
si reviven, si viven en nosotros
nuestras canciones, Padre, tus canciones?
Ernesto Santana, del poemario “Escorpión en el mapa”.
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