Coleccionaba fotos de
mujeres de nadie,
de futbolistas y de
boxeadores legendarios,
y de los lugares a donde ya
nunca iría
Y de diosas del cine y
héroes de toda demencia.
Tenía un perro negro, un
bello monstruo
que miraba sin miedo los
relámpagos.
Buscaba el pan a las siete
en el aire mañanero.
Alguna vez soñó que sería
líder o profeta
o al menos un historiador
de ciudades muertas.
Pero el tiempo le dio
solamente un rincón
para celebrar algunas
fechas con vino y raros platos,
en las cumbres de su ánimo,
siervo de una
inasible
melancolía, siempre solo y
siempre sólo para sí.
Sus fotos predilectas
mostraban los mil modos de
matar:
garrote, fusilamientos,
decapitaciones, cámara de gas,
silla eléctrica,
ahorcamientos, minuciosas
y perfectas ejecuciones del
Oriente,
linchamientos,
lapidaciones,
empalamientos. Y muchos más.
Al cabo de los años había
alcanzado el mérito
de no ser peligroso para
nadie. Eran tan menudo
que cabía en sí mismo y
aun, después del golpe
mortal,
acurrucado, parecía caber
en la sombra del
semáforo
sobre el asfalto tibio de
la mañana.
Ernesto Santana, tomado del
libro Escorpión en el mapa.