EL VAGON AMARILLO

sábado, 22 de febrero de 2014

NECRÓNICA


Coleccionaba fotos de mujeres de nadie,
de futbolistas y de boxeadores legendarios,
y de los lugares a donde ya nunca iría
Y de diosas del cine y héroes de toda demencia.
Tenía un perro negro, un bello monstruo
que miraba sin miedo los relámpagos.
Buscaba el pan a las siete en el aire mañanero.
Alguna vez soñó que sería líder o profeta
o al menos un historiador de ciudades muertas.
Pero el tiempo le dio solamente un rincón
para celebrar algunas fechas con vino y raros platos,
en las cumbres de su ánimo, siervo de una
inasible
melancolía, siempre solo y siempre sólo para sí.
Sus fotos predilectas mostraban los mil modos de
matar:
garrote, fusilamientos, decapitaciones, cámara de gas,
silla eléctrica, ahorcamientos, minuciosas
y perfectas ejecuciones del Oriente,
linchamientos,
lapidaciones, empalamientos. Y muchos más.
Al cabo de los años había alcanzado el mérito
de no ser peligroso para nadie. Eran tan menudo
que cabía en sí mismo y aun, después del golpe
mortal,
acurrucado, parecía caber en la sombra del
semáforo
sobre el asfalto tibio de la mañana.


Ernesto Santana, tomado del libro Escorpión en el mapa

UN MAL TROPIEZO

Juraría que era el fantasma de Freddy, la que cantaba boleros. Me arrimé para orinar pegado a la pared del viejo edificio donde alguna vez estuvo el Bar Celeste. Y de pronto, un bulto, negrura megalítica entre las negruras, encaprichado en ayudarme a bajar el zíper de la portañuela. Soy una mujer que canta, entonaba el bulto con voz de contralto. Era tan omnipresente e infranqueable como debe ser la selva a medianoche. No sé hasta dónde hubiese llegado si no logro zafarme de sus brazos con un esfuerzo de último minuto, situándome fuera del alcance del cañón que traía oculto debajo de la carpa de circo que usaba como saya. Mientras más corría calle abajo, por Infanta rumbo al Malecón, más atronadora y apremiante y cercana sonaba en mis oídos la voz de contralto: los muertos y los travestis —repetía—, estamos cada noche más indóciles.

José Hugo Fernández, tomado del libro “La novia del monstruo”. 



miércoles, 19 de febrero de 2014

EL ABRAZO DE AMALIA D.

  Cuando Amalia D. llegó al edificio del tribunal el juicio había terminado ya y estaba cayendo una lluvia espesa que los relámpagos atravesaban desde todos los puntos cardinales. Ónix P. fue condenado a veinte años de prisión y, antes de que los guardias se lo llevaran, Amalia pudo llegar hasta él. Ante la sorpresa de todos y la consternación de sus otros dos hijos, la mujer le dio un fuerte abrazo al asesino de su hijo menor.
  Luego no sabría explicar por qué había hecho aquello. Una semana después, aunque sus otros dos hijos ni la perdonaban todavía ni comprendían el motivo de su acto, Amalia, que no había dejado de llorar al menos una vez al día, dijo que no había abrazado al asesino de su hijo, sino a la madre del asesino de su hijo.
  Por el resto de su vida, cada vez que pensaba en aquella mañana, no podía recordar el rostro del joven homicida, sino sólo la lluvia electrizada por los relámpagos. Y nunca más tuvo el coraje de volver a abrazar a nadie.

Ernesto Santana


LOS CINES ERÓTICOS DE CABRERA INFANTE


En los cines de barrio de La Habana Guillermo Cabrera Infante no sólo se enamoró para siempre del sortilegio del cinematógrafo. También descubrió el amor, y fue iniciado en las sublimes artes del rascabucheo, el ligue y la masturbación. En el capítulo más delicioso de su novela La Habana para un infante difunto, da cuenta de tales iniciaciones, siempre a su modo divertido e ingenioso.
Sin embargo, hoy, nuestro célebre fanático de "los cines más que del cine, con la mortificación de la busca sexual sólida interrumpiendo el disfrute de las sombras en la pantalla", nos lanzaría pestes desde el cielo si pudiera echarle un vistazo a lo que alguna vez calificó como la topografía de su paraíso encontrado.

CINES ERÓTICOS DE CABRERA INFANTE. REPORTAJE FOTOGRÁFICO. Fotos José Hugo Fernández.

 Cine Majestic, donde Cabrera Infante conoció el primer beso con lengua. Hoy es una carpintería.

viernes, 14 de febrero de 2014

EN LA CAVERNA


   El corazón me dio un vuelco cuando la gorda me dijo: corazón, bájate los pantalones. Las gordas ocupan demasiado espacio. Después iba a enterarme de que en realidad no era una gorda sino un gordo. Pero después es siempre tarde. La gorda-gordo tenía una cocorota helicoidal y profusa como estructura de Gaudí, seguramente mucho más pesada que todo el resto del cuerpo, el cual, visto desde tan cerca, se dilataba sin pudicia, más a los lados que hacia arriba, más hacia atrás que al frente, más carapacho que membrana. Pero...

DESDE EL OTRO LADO

  La biblioteca estaba en paz, atravesando, aletargada, el cristal vaporoso del mediodía. Yo caminaba entre los estantes como si recorriera las calles de una ciudad conocida, pero al cabo siempre desconocida. De vez en cuando hojeaba un libro o pasaba de largo leyendo al vuelo la interminable sucesión de títulos y autores.
  Como un soñoliento, tomé cualquier libro al azar y miré la carátula. Ahora no recuerdo sino su color: un azul muy claro, aunque brillante. Sin ser un ejemplar precisamente viejo, estaba bastante apolillado. Lo tomé en una mano y lo alcé hasta ponerlo contra la luz del ventanal. Nunca se me había ocurrido mirar por uno de los orificios que abre ese tipo de insecto cuando decide atravesar rectamente tanto cien páginas como mil.
  Pero bajé de golpe el libro como si me hubiera herido un ojo.
  Más allá del agujero, y más allá del ventanal, vi lo que usualmente es visible desde aquel rincón de aquella biblioteca pública: un pedazo cualquiera de la ancha avenida desolada bajo el sol del mediodía.
  Y de nuevo alcé el libro contra el resplandor del ventanal y miré por el ínfimo orificio, como buscando que se repitiera mi sobresalto. Que se repitió. Cada vez que me asomaba a la boca de ese túnel insignificante cavado al azar, tenía la sensación de que sorprendía una furtiva mirada que, en ese preciso instante, trataba de atrapar la mía desde el otro lado.
  Aunque era una impresión harto absurda, yo la sentía tan vivamente que sólo se me ocurrió susurrar algo así como una plegaria muy breve, y no menos absurda, antes de colocar el libro en su sitio e irme de allí, aun a sabiendas de que en la avenida, como una mano ardiendo de fiebre, me aguardaba aquel mediodía de verano.


Ernesto Santana

martes, 11 de febrero de 2014


Dos firmas de Cubanet ganan concurso de Ensayo

José Hugo Fernández (en la foto) y Alejandro Tur Valladares ganaron el primer y segundo premios, respectivamente



MIAMI, Florida, Redacción Cubanet.- El proyecto Arte Cuba anunció esta semana los resultados del concurso “La casa por la ventana” en el género de Ensayo, convocado para autores residentes en Cuba. El primer lugar correspondió a “Del cabreo al choteo”, del escritor y periodista independiente, colaborador de Cubanet, José Hugo Fernández, un trabajo sobre el humor en la música popular cubana.
El segundo lugar del concurso lo obtuvo “El camino más largo”, de Alejandro Tur Valladares, quien también ejerce como periodista independiente en la isla y publica en Cubanet. En tercer puesto clasificó “Construyendo al otro como sujeto colonizado”, de la académica María I. Faguaga Iglesias.
En este género de Ensayo del concurso “La casa por la ventana”, convocado por Arte Cuba “con el propósito de abrirle una ventana a la difusión nacional, internacional y online de la literatura y el arte por cuenta propia en la Isla”, los criterios manejados para elegir las obras ganadoras fueron de “originalidad, temática relevante, creatividad, estilo, redacción y calidad”.

Arte Cuba editará este mes de febrero de 2014 un eBook (libro en formato digital) con los ensayos ganadores y finalistas que se distribuirá por diversas vías, entre ellas la propia  página.

lunes, 3 de febrero de 2014

EL INTRUSO



 Primero fue un vecino. Creyó que yo me había mudado del barrio porque minutos después de cruzarse conmigo en una zona bien distante al edificio donde vivimos, miró por casualidad hacia mi cuarto, en el tercer piso, y vio a un individuo en la ventana, tomando el fresco del anochecer. Luego fue una pariente. Me acusó de no haber querido abrirle la puerta, asegurando que me había visto, desde los bajos, asomado igualmente a la ventana. Vivo solo desde hace mucho tiempo. No mantengo tratos con ninguna persona que pueda hacer largas estancias en mi casa, y por larga estancia entiendo cualquier visita de más de 5 minutos. No curso ni acepto invitaciones. Jamás se me ocurrió interesarme por la vida de mis congéneres. Aun así, no he podido evitar que ellos se interesen por la mía. Sin embargo, esto de que me vieran en casa cuando yo estaba ausente tal vez debía agradecérselo, pues me puso en guardia contra algún probable intruso. Pasé varios días saliendo a dar breves paseos por los bajos del edificio, sólo para mirar a intervalos hacia mi cuarto. Pero nada. Sin novedad en la ventana. Definitivamente tendría que hacer caso omiso a las habladurías de la gente. Aunque no antes de intentar una última prueba. Esperé la noche, prendí todas las luces, abrí la ventana de mi cuarto y bajé a ver. Entonces he aquí que de pronto he visto al individuo asomado a mi ventana sin la menor discreción. Ni siquiera le perturbó que me detuviese y permaneciera mirándole fijamente por espacio de unos minutos. Al contrario, me sostuvo la mirada, como si el intruso fuera yo. Subí a toda carrera, dispuesto a expulsarlo a patadas. Pero al entrar en la casa, nada, ni el individuo ni la más leve huella de su paso. Quise pensar que había sido víctima de una figuración, condicionada tal vez por lo que me contaron. Pero es inútil. No puedo engañarme de un modo tan flagrante. Soy una persona muy poco influenciable. Ojalá hubiese ocurrido únicamente en mi imaginación. No tendría por qué inquietarme. Las ilusiones, ópticas o de cualquier otro carácter, no son al final más que travesuras del cerebro. No estorban, ni ocupan espacio físico. Así que puedo tolerarlas. Si Dios dispusiera que debo convivir con alguien o algo, ¿con quién mejor sería que con una ilusión? Mucho menos me gustan las personas reales. Yo mismo incluido. Y es ahí donde radica lo más inquietante de este caso. Como persona real que soy, me conozco lo suficiente como para ser capaz de identificarme, aun cuando me mire a mí mismo desde afuera, y hasta desde lejos, digamos a la distancia prudencial que media entre la ventana de mi cuarto y los bajos del edificio. Y es justamente como tuve la oportunidad de mirarme esta noche.


José Hugo Fernández

ENCUENTRO EN EL CALLEJÓN

  Al viejo reloj de pared, recuerdo de alguien olvidado, comenzaron a salirle manecillas. Era como una explosión muy lenta y fértil. Los números de las horas quedaron cubiertos y desaparecieron; la pequeña puerta de cristal fue rota por aquellos tentáculos que seguían moviéndose, ¡ah suprema burla!, en el mismo sentido de cualquier reloj.
  El tictac de la maquinaria se multiplicaba constantemente para que cada nueva manecilla tuviera un paso particular. Cuando aquellos apéndices metálicos tocaron el suelo, se dispersaron arrastrándose en todas direcciones igual que serpientes que abandonaran el nido.
  Blas, que se había quedado sin aliento viendo aquello, recuperó su aplomo y se lanzó tras la última manecilla que escapaba por la puerta. La siguió escaleras abajo y luego por la acera y calle tras calle, hasta un callejón donde encontró a un hombre pequeño como un lagarto a cuyo alrededor habían ido a reunirse todas las manecillas.
  Blas no sabía qué hacer. ¿Pedirle las manecillas? Eran muchas y resultaba grotesco reclamarlas cuando obviamente ningún reloj tiene más de dos o tres manecillas. Le rogó una explicación.
  —Yo no he hecho nada —respondió el hombre diminuto.
  —¿Quién eres?
  —Dios —dijo el otro secamente.
  —¿Dios? —Blas estuvo a punto de echarse a reír— Dios de las pulgas querrás decir.
  —No, el Dios de siempre, el de todo.
  —Eres demasiado pequeño.
  —No creo que sepas qué es lo pequeño ni qué lo grande. Para ti un grano de arena es casi invisible y, sin embargo, vives en otro grano de arena.
  Cuando terminó de hablar, el minúsculo ser se esfumó en el aire y Blas regresó espantado a su casa. ¿Qué relación podía haber entre las manecillas del reloj y un grano de arena? Se hubiera hecho varias preguntas más y le hubiera escrito una carta, una alarma roja, a algún viejo amigo. Pero de nuevo perdió el aliento cuando descubrió que su reloj sin manecillas hacía el mismo ruido de siempre, aquel tictac que no parecía concebido para quitarle el sueño a nadie.

Ernesto Santana